La nieve caía como finas agujas desde el cielo plomizo, cubriendo el asfalto agrietado de la carretera secundaria con un manto cada vez más grueso. Entre aquel blanco infinito, una figura diminuta avanzaba con dificultad, vacilante, como una sombra a punto de esfumarse.
Aitana tenía apenas cinco años.
Su cuerpecito, demasiado frágil para enfrentar una tormenta invernal, se doblaba bajo el peso de dos bultos envueltos en mantas raídas. Eran sus hermanitos recién nacidos, Hugo y Vega. Sus mejillas estaban enrojecidas por el frío, sus labios apenas se movían al dormir. No sabían que la muerte rondaba cerca.
Aitana sí lo sabía.
Cada paso le quemaba. Sus pies, cubiertos por calcetines rotos y unas zapatillas desgastadas, habían perdido toda. Pero seguía adelante, porque tenía que protegerlos. Se lo había prometido a su madre.
«Cuídalos. Pase lo que pase, no los abandones».
Esas fueron las últimas palabras que escuchó de su madre antes de que una ambulancia se la llevara en mitad de la noche. Y nunca volvió.
Horas antes, en el orfanato Santa María, Aitana había escuchado a la señora Jiménez la directora hablar con voz fría:
Mañana los separaremos. La niña irá a un hogar en Segovia. El niño, a Toledo.
Aitana, escondida tras la escalera, sintió que su corazón se partía en mil pedazos.
«¡No! ¡No pueden separarlos! Son bebés. Son mi familia».
Esa noche, mientras los demás dormían, se acercó a la cuna donde reposaban los gemelos. Los envolvió con las mantas más gruesas que encontró y, haciendo un esfuerzo sobrehumano, los cargó. Salió por la puerta trasera, la que los cocineros siempre olvidaban cerrar bien.
Huyó sin rumbo.
Ahora, en medio de la carretera helada, Aitana apenas podía mantenerse en pie. El trozo de pan que guardó del desayuno se lo había dado a Vega horas atrás. No había probado bocado desde entonces. El viento le cortaba la piel. Las lágrimas se le helaban antes de rodar por su barbilla.
No os preocupéis murmuraba. Todo va a salir bien.
Lo repetía una y otra vez, como si al decirlo pudiera hacerlo realidad.
De repente, unas luces lejanas atravesaron la niebla. Un coche negro, elegante, se acercaba despacio. Aitana, con sus últimas fuerzas, se plantó en medio del camino, alzando un bracito tembloroso.
El coche frenó en seco.
Del vehículo bajó un hombre alto, joven, bien vestido. Se llamaba Javier Castillo. Empresario. Heredero de una fortuna. Acababa de salir de una reunión en Valladolid y, por un presentimiento, había tomado un desvío en su regreso a Madrid.
Jamás imaginó lo que encontraría.
Pero ¿qué?
Corrió hacia la niña. Aitana cayó de rodillas justo cuando él llegó.
¡Niña! ¿Qué haces aquí? ¿Estás sola?
Javier vio los bultos. Dos caritas diminutas, casi sin abrigo. Bebés. Estaban lívidos.
¡Dios santo! susurró.
Sin pensarlo dos veces, tomó a los gemelos en brazos y cargó a Aitana como pudo. Los subió al asiento trasero, encendió la calefacción al máximo y llamó a su médico de confianza.
Voy para allá. Tengo tres niños, uno de ellos casi no reacciona. Prepáralo todo. Llego en diez minutos.
En la clínica, la doctora Méndez los recibió de urgencia. Los gemelos fueron colocados en incubadoras improvisadas. Aitana, en una camilla térmica.
¿Qué ha pasado, Javier? preguntó la doctora.
Los encontré en la carretera. Ella los protegía con su cuerpo. ¡Tenía fiebre alta! Está desnutrida. ¿Podrán salvarlos?
Haremos todo lo posible. Pero la niña está al borde del colapso.
Mientras los médicos actuaban, Javier se quedó en la sala de espera. Algo en esa niña le había estremecido el alma. No era solo su valentía. Era su mirada. Una mezcla de miedo y determinación, como si hubiera luchado toda su corta vida.
Al amanecer, la doctora salió con expresión grave.
Los gemelos están estables. Y la niña también. Pero necesito saber quiénes son. Esto no es normal.
Javier asintió. Cuando Aitana despertó, él fue el primero en acercarse.
Hola, soy Javier. Te encontré en la carretera. ¿Cómo te llamas?
Aitana respondió con voz débil. Ellos son Hugo y Vega. Mis hermanitos.
¿Dónde están tus padres?
Mamá murió. Papá nunca lo conocí.
¿Y por qué ibas sola con ellos?
Aitana tragó saliva. Dudó. Luego le contó todo.
El orfanato. La separación. La promesa.
Javier la escuchó en silencio. Cuando terminó, tenía los ojos húmedos.
Eres increíblemente valiente, Aitana.
Dos días después, Javier tomó una decisión que cambió su vida.
Voy a adoptar a los tres.
¿Estás seguro? le preguntó la doctora. Eres soltero. Nunca has criado.
Ellos me necesitan. Y yo los necesito a ellos.
La noticia corrió por toda la ciudad. «Empresario millonario adopta a tres huérfanos tras encontrarlos en la nieve». Las redes se llenaron de mensajes. Unos lo llamaban héroe. Otros, iluso.
Pero a Javier le daba igual lo que dijeran.
Lo único que importaba era ver la sonrisa de Aitana cuando entraba en la habitación y ella corría a abrazarlo.
Gracias por salvarnos, papá le dijo un día, por primera vez.
Y él, con el corazón encogido, la estrechó contra su pecho.
No, cariño gracias a ti por enseñarme lo que realmente importa.
Epílogo:
Meses después, Javier fundó un centro para niños huérfanos: La Casa de Aitana. Allí, cientos de pequeños encontraron una segunda oportunidad.
Aitana, ya con seis años, paseaba entre ellos como una pequeña líder, agarrando de la mano a sus dos hermanitos.
Y cuando alguien le preguntaba por qué era tan fuerte, ella respondía con una sonrisa:
Porque una vez, en medio de la tormenta, prometí proteger a los míos y las promesas no se rompen.