La nieta

La nieta

Elena se durmió casi al amanecer. Cuando abrió los ojos, la habitación estaba bañada por la luz del sol, y a su lado, junto a la cama, estaba Javier, sonriendo.

—Te esperé toda la noche. ¿Dónde estabas?

—Mi chiquilla, ves que no me ha pasado nada. Arréglate un poco y salgamos a desayunar —dijo Javier con calma.

Afuera hacía un calor primaveral.

—¿Quieres un helado? —Sin esperar respuesta, Javier se acercó al quiosco y le compró su favorito, de turrón, en cucurucho de barquillo.

—Estás de buen humor. ¿Ganaste en las cartas? —preguntó Elena, lamiendo la punta del helado.

—No. Tengo una idea. Y para llevarla a cabo, necesito tu ayuda.

—Pero nunca me has incluido en tus planes. ¿Qué tengo que hacer?

—Nada. Solo tienes que estar a mi lado. Pero si no quieres, lo haré yo solo.

—No, iré contigo —dijo rápidamente Elena.

—Sabía que aceptarías. Puedes elegir un vestido blanco —respondió Javier con indulgencia, bajo el influjo de su buen humor.

—¿En serio? ¿Me estás pidiendo matrimonio? —La chica se ilusionó, olvidando incluso el helado que sostenía.

Ninguna mujer había osado mencionarle el matrimonio a Javier. Pero Elena era diferente. Se había convertido en su talismán, su buena suerte. Hacía un año, la había rescatado de tres maleantes.

Elena vivía con su madre en un pueblo pequeño. Cuando su padre se fue, su madre empezó a beber. Todo empeoró cuando llevó a casa a un hombre y anunció que viviría con ellas. El tipo no ocultaba su interés por Elena, y una noche intentó llevarla a su cama. La chica logró escapar, tomó un tren y terminó en Madrid.

Sin dinero, sin familia en la ciudad. ¿Qué hacer? ¿Adónde ir? Su aspecto perdido llamó la atención de un grupo de chicos que merodeaban por la estación, siempre en busca de víctimas o emociones. Todo habría acabado mal para Elena de no ser porque Javier apareció al oír sus gritos y la rescató. Desde entonces, estaban juntos.

Elena se enamoró de Javier. Alto, fuerte, bien vestido, guapo y sonriente, su sola presencia inspiraba confianza. Con él se sentía segura, aunque Javier nunca ocultó que sus negocios no eran del todo legales. Pero a ella nunca la involucraba.

Se sentaron en un banco del paseo marítimo. Bajo el sol, el helado se derretía rápido, el cucurucho se ablandaba, y el dulce líquido le corrió por la muñeca hasta caer sobre su vestido.

—¡Maldita sea! —Elena se levantó del banco, apartando el helado para no mancharse más.

—Tíralo ya —dijo Javier, entrecerrando los ojos al sol como un gato satisfecho.

Elena arrojó el cucurucho a la papelera y lamió el helado de su mano. «Qué niña sigue siendo», pensó Javier con ternura.

—El asunto es prometedor, pero hay que pensarlo bien. No podemos fallar. Un chico con su novia inspira más confianza que un hombre solo.

—¿Con su novia? —repitió Elena, volviendo a sentarse.

—Tú eres mi novia —Javier la abrazó por los hombros, y ella se acurrucó contra él.

—Ayer me enteré de una anciana algo trastornada. No tiene a nadie. Su marido murió hace tiempo, y su único hijo cayó en una misión militar años atrás. Ella lo olvida y lo espera cada tarde. Lleva un anillo que nunca se quita. Apuesto a que tiene más joyas. Su marido no era cualquiera.

—¿Quieres robarle sus joyas? —adivinó Elena.

—No, sin escándalos. Nos las entregará ella misma. Nos presentaremos como su nieto y su prometida. ¿Entiendes? Tú solo tienes que hacer que quiera regalarte sus joyas.

Javier tenía principios. A Elena le dio pena la anciana. Engañar a políticos ricos era una cosa, pero a una pobre vieja confiada… Elena dudó.

—Cómprate un vestido sencillo, del que le guste —dijo Javier, ignorando su vacilación.

—¿Y si se da cuenta? ¿Si no te reconoce como su nieto?

—Su memoria ya no es buena, y hace tiempo que no lo veía.

Dos días después, Javier y Elena estaban frente a la puerta de hierro de un viejo edificio de ladrillo. Él la examinó, satisfecho con su aspecto humilde. Él, como siempre, impecable.

—Habla poco, ¿vale?
Elena asintió.

Javier pulsó el timbre. Tras la puerta se oyeron pasos arrastrados y el clic de la cerradura. Elena esperaba ver a una anciana decrépita, pero ante ella había una mujer menuda, de pelo gris recogido con una horquilla, vestida con un traje anticuado.

—¿Sí? —preguntó la mujer, entrecerrando los ojos.

—¿Es usted Doña Carmen Valbuena? Quizá le parezca extraño, pero soy su nieto —dijo Javier con solemnidad.

—No entiendo… mi hijo nunca se casó…

—¿Podemos pasar? —Javier le dedicó una de sus sonrisas irresistibles.

—Sí, claro… —Carmen se hizo a un lado.

—Hola. Tal como me la imaginé. ¿Puedo? —Javier entró y se detuvo frente a una foto ampliada de un joven militar en uniforme.

—Mamá tiene otra, de cuando era cadete.

Carmen se sentó, desconcertada.

—Soy de Zaragoza. ¿Allí estudió su hijo, verdad? Mi madre lo conoció antes de su graduación. Él se fue, y ella supo después que estaba embarazada. Nunca escribió, nunca llamó… Hasta hace poco no me contó la verdad. Supe que él… murió como un héroe.

Carmen sollozó, cubriéndose el rostro.

—¡Mi Antonio…!

—Me llamo igual.

Elena miraba a Javier embobada. Mentía con tanta naturalidad que casi la convencía. Carmen cayó bajo su encanto, como todos. Mostró un álbum de fotos de su hijo, desde niño.

Elena contuvo las lágrimas. Ojalá ella hubiera tenido un padre así, una abuela así… Su madre no habría bebido, no habría llevado a casa a cualquiera. Pero notó que Javier apenas miraba las fotos. Claro, era solo un personaje. No estaba ahí para recordar, sino para estafar.

De pronto, Elena no quiso seguir. Todo en ella se rebeló. Quería proteger a esa mujer que había perdido a su único hijo. Javier leyó su mirada.

—Bueno, ¿y sus maletas?

—En el hotel. Solo estamos unos días —dijo Javier.

—¿Mi nieto en un hotel? No, os quedaréis aquí.

—Tengo trabajo, abuela. Y pronto la boda. ¿Vendrá?

—Ojalá Antonio lo hubiera sabido… ¿Y tu madre?

—Se volvió a casar, pero se divorció. Pensó que él la abandonó.

Carmen se levantó.

—Pondré el agua para el té.

—Trajimos pasteles y frutas —dijo Elena—. ¿Le ayudo?

—No, descansad.

—No la compadezcas —susurró Javier—. Es solo trabajo. ¿Viste el anillo? Haz que muestre más.

Tomaron el té. Carmen habló de su dolor, preguntó por su hijo. Javier improvisó.

—¿Usted fue maestra? —preguntó Elena.

—Sí, cuarenta años dando lengua —contestó Carmen, animándose.

—Me recuerda a la mía. Ella llevaba un anillo verde y un broche con una piedra azul…

Carmen salEl broche brilló en las manos de Javier, pero en ese instante, Carmen lo miró fijamente, con una tristeza profunda que lo detuvo en seco, y susurró: “Mi hijo jamás hubiera hecho esto”.

Rate article
MagistrUm
La nieta