La muñeca olvidada

¡Hola, tía! No vas a creer lo que ha pasado en la casa de Sergio y Marta. Yo, Teresa Antón, llegué al edificio de la calle Gran Vía en Madrid con una caja de medio metro atada con una cinta de raso rosa y un gran lazo esponjoso, porque quería sorprender a mi nieta, la pequeña Celia, con un regalito muy especial: una muñeca de recuerdo.

No escatimé en nada: ni tiempo, ni esfuerzo, ni hasta un par de euros. Monté una auténtica operación de rescate. Primero viajé a Valencia para visitar a un restaurador de muñecas que se dedica a revivir piezas antiguas. Allí, con sus manos expertas, reparó la pierna rota y le dio vida de nuevo. Yo misma cosí el vestidito azul celeste y el pañuelito a juego, y añadí un abriguito de fieltro, unas alpargatas de piel, una bufanda con gorro, unos delicados encajes y una camisita, más un segundo traje de lunares. Todo hecho por mí, como cuando era una niña de ocho años en una familia humilde y me regalaron la única muñeca que tuve para mi cumpleaños en los sesenta. Esa muñeca, que llamábamos Natalia, era mi tesoro, y quería devolverle la alegría.

¡Vaya! exclamó Marta, mi nuera, al ver la caja. ¿De dónde ha salido este tesoro?

¡Es la única muñeca que tuve! le contesté sin percatarme de su cara de asombro. La recogí del pueblo donde vive mi hermana; quedó allí en la casa de mis padres. Todos los niños que tuvimos fueron varones, así que nadie la cuidó. Llevo años en una caja con una patita rota ¡y lloré mucho cuando se rompió! Ahora, miradla, parece recién salida de la tienda. El restaurador hizo milagros.

Celia, con los ojos brillantes, saltó al lado de la caja.

¡Abuela, dame, dame! gruñó, mientras los adultos la observaban.

¿Te gusta? le pregunté.

¡Qué bonito! ¡Ese vestido! Yo también quiero uno así.

¿Te lo bajo? le dije, mientras Sergio, mi hijo, intervenía con una sonrisa. ¿Quién lleva todavía ropa de la época de los años treinta?

Celia, de cinco años, se quedó mirando la muñeca como si fuera la cosa más preciosa del mundo.

¡Será tuya, mi pequeñita! le aseguré. Por cierto, se llama Natalia.

¡Beee! protestó Celia. Ese nombre no me gusta. La llamaré ¡Chelsea!

¡Pero, niña! exclamó Marta. Ese nombre se lo dan a los perros.

¡No, será Chelsea como del dibujo animado! insistió Celía, dándole una patita a la muñeca. Los ojitos azules de la muñeca se iluminaron. ¡Mira!

Mi cuñada Mercedes, la madre de Marta, se quedó boquiabierta.

¡Ay, yo tenía una muy parecida cuando era chiquita! Solo que era de peluche. Déjame sostenerla un momento

Mercedes elogiaba sin parar: la tez, los ojitos claros, el lazo perfectamente cosido. Yo le conté que había usado los patrones de los antiguos talleres de la República para coser la ropa.

¿Tú tú la hiciste tú misma? exclamó, asombrada. ¡Qué mano tienes, Teresa!

El cuñado José, con su bigote perfectamente recortado, añadió: ¡Menuda obra de arte! No sabía que te dedicabas a esto, ¡eres una artesana de primera!

Yo, sin estar acostumbrada a tanto halago, sonreí y se me escaparon unas mejillas rojas como rubíes, tan brillantes como la propia muñeca.

Mercedes volvió a mirar a la muñeca con una mezcla de nostalgia y admiración.

¿Qué tal si vemos qué puede hacer? dijo, presionando ligeramente el vientre de la muñeca. ¡Mamá!

La muñeca emitió un pequeño ¡Mamá! con una vocecita electrónica infantil. Sergio y Marta se miraron, aliviados y divertidos. Yo, la abuela, empezaba a llorar de nostalgia por mi propia infancia.

Mercedes, con una sonrisa traviesa, siguió: ¡Vamos a probarla! puso la muñeca sobre el suelo y cantó: ¡Camina, camina, pequeñín! y la muñeca, como por arte de magia, se puso en marcha.

Sergio, con la típica ironía de padre, comentó: No es gran cosa para los niños de hoy…

Yo respondí: ¡Yo daría hasta mi último centavo por una muñeca así cuando era niña! y le entregué a Celia la muñeca con una carita de orgullo.

Mientras la familia brindaba por el cumpleaños de Celia, la pequeña iba y venía entre la mesa y sus juguetes, mirando la muñeca que ya estaba desnuda en el suelo. Nuestro gato, Pablo, se acomodó al lado y empezó a lamer los delicados cabellos de la muñeca. Yo, sentada junto a la ventana, no veía lo que sucedía.

¿Y dónde está nuestro nieto mayor, Andrés? pregunté de repente.

Está con sus amigos, respondió Sergio. No le interesa mucho esto, tiene sus cosas.

¿Ya le diste el regalo? insistí.

Le di cinco marcadores y una hoja de colorear, y lo hice girar en la silla cinco veces por cada año que cumple contestó Sergio, riendo.

Mercedes se indignó: ¡No puedes girar a un niño por los oídos!

Era en broma, dijo Marta. Cuando mi hermana mayor me tiraba del pelo, tú nunca reaccionabas

José puso los ojos en blanco y murmuró: No recuerdo haberle pegado nada

La discusión se calentó un poco, pero yo, sintiendo que el ambiente se estaba poniendo tenso, cambié de tema.

¿Os conté que ahora tengo un loro? dije. Ayer salí al balcón y el pájaro me saludó con un ¡Hola, guapa! Desde entonces lo llamamos Paco.

Todos rieron, menos Marta, que seguía molesta. De pronto el loro Paco lanzó un fuerte ¡Hola! y todos miraron hacia él, pensando que quizá era la vecina que había abierto la puerta.

Mercedes, sin perder la oportunidad, volvió a alabar la muñeca: ¡Qué buen trabajo! Los bordes, los botones ¡igual que el vestido azul que yo tenía!

Yo, intentando calmar los ánimos, dije: ¡Basta ya, no toquéis los marcadores! y señalé a la muñeca, que estaba en las manos de Celia, quien había coloreado sus mejillas con un marcador rojo.

El padre de Celia, Sergio, la arrebató rápidamente: ¡No la arruines! gritó. La abuela va a llorar.

Mercedes, con una expresión casi fúnebre, murmuró: Los niños de hoy no saben apreciar nada

Yo, con la voz entrecortada, dije: Tal vez no sea solo una muñeca y me levanté para ayudar a Sergio a limpiar la mancha.

Después, me senté en el sofá, prendí la lámpara y, con mucho cariño, acomodé el pequeño vestido azul en la muñeca, peiné su pelo y la puse de nuevo sobre la silla. Las marcas del marcador se quedaron como un recuerdo.

Ven, Celia, le dije. Quiero contarte algo. Siéntate en mi regazo.

Le expliqué que cuando yo era una niña, apenas tenía juguetes y la ropa era de segunda mano o prestada de mis hermanas mayores. Mi hermano mayor, Antonio, trabajaba en la finca y luego fue llamado al ejército. Cuando tenía ocho años, mi madre nos regaló un bizcocho de seis escudos por cumpleaños, y en la tienda del pueblo llegó una muñeca preciosa que llamamos Natalia. Todos los niños la admirábamos, pero nadie podía comprarla. Un día, mi hermano volvió del servicio justo antes de mi cumpleaños y, con una sonrisa, me entregó la muñeca envuelta en papel. Fue el mejor regalo de mi vida. La cuidé, le hice ropa, le conté historias, y incluso cuando perdió una pierna por un accidente, la guardé en una caja y la quise siempre.

Celia escuchaba con los ojos muy abiertos. Yo le dije que la muñeca ahora era suya, que podía jugar con ella como quisiera.

¡Abuela, nunca volveré a lastimarla! exclamó, abrazándola con fuerza. La llamaré Natalia de nuevo, aunque antes la llamé Chelsea.

¿Chelsea? me quedé sorprendida. Entonces, ¿qué nombre prefieres?

Natalia, Natalia repitió, besando la cabeza de la muñeca. Eres mi tesoro, mi pequeña perla.

El resto de la familia levantó sus copas.

¡Salud por Celia y por Natalia! brindó José, feliz. ¡Por nuestras pequeñas perlas!

Y así, entre risas, chistes y algún que otro discurso sentimental, la tarde se fue desvaneciendo. La muñeca, ahora reparada y renombrada, quedó en manos de Celia, que la cuidó como si fuera un tesoro de familia. ¡Qué día, tía! Te mando un abrazo enorme y nos vemos pronto para que te cuente más.

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La muñeca olvidada