Diario de 12 de julio
Hoy me senté en el asiento trasero del autocar y comprobé que el niño del acompañante no cabía allí.
Mi mujer, Lucía, mis dos hijos, Álvaro y Guillermo, y yo estábamos de vacaciones en Francia. Un día nos topamos con una situación poco agradable.
Habíamos reservado una excursión organizada. El recorrido incluía la visita a varios lugares singulares a los que no se llega a pie. Decidimos dedicar un día entero de nuestras vacaciones a ello.
Compramos cuatro billetes, de modo que cada uno tuviera su propio asiento. Al subir, una mujer corpulenta llamada Rosa, con su bebé Santiago, entró en el autocar. Él tenía la misma complexión que ella. Se colaron entre las filas y la mujer intentó acomodarse en el asiento trasero, pero se dio cuenta de que su hijo no cabía.
Rosa se levantó y buscó otro sitio libre para el niño. Miró a mis hijos delgados y decidió colocar a Santiago al lado de ellos.
Mi marido, José, intervino y les dijo que habíamos pagado esos asientos, por lo que no había razón para empujar a los niños. La mujer no cedió; empezó a discutir incluso con el guía turístico.
Quería obligarnos a ceder nuestro lugar, argumentando que teníamos la obligación de “hacer sitio”. ¿Por qué deberíamos hacerlo? Incluso propuso que abandonáramos la excursión y devolviéramos los billetes. Otros turistas se sumaron al conflicto y empezaron a llamarnos “inflexibles” en tono de broma.
Los niños se movieron para que la visita pudiera continuar, mientras el conductor esperó a que se resolviera el altercado. La atmósfera quedó arruinada.
Me pregunto: ¿estábamos en lo cierto? ¿Por qué debería mis hijos viajar apretujados si les había comprado un billete? Es una cuestión que sigo meditando.
Lección personal: a veces, la firmeza respetuosa protege los derechos de los que amamos, pero también hay que saber ceder cuando el conflicto sólo genera más tensiones. En cualquier caso, la empatía y el diálogo son las mejores guías para evitar que una simple excursión se convierta en una disputa innecesaria.







