La mujer se dejó caer en el asiento trasero del autocarril y, al instante, sintió que su hijo ya no cabía allí.
Yo, mi marido Carlos y mis hijos, Alberto y Cruz, estábamos de vacaciones fuera de España; habíamos pensado en un viaje onírico por la Europa del sur. Un día, sin previo aviso, nos topamos con una historia que nos resultó incómoda como un espejo roto.
Habíamos reservado una excursión que prometía llevarnos a lugares que sólo se alcanzan en sueños, sin necesidad de caminar. Decidimos dedicar un día entero del viaje a esa aventura.
Compramos cuatro boletos, garantizando un asiento para cada uno. Tras nosotros, una mujer corpulenta con un bebé de la misma complexión se coló en el autobús, apretándose entre las filas como si fuera un rompecabezas imposible. La mujer se sentó en la parte trasera y descubrió, con una mueca de desilusión, que su hijo no cabía en ese hueco. Se levantó, buscando otro asiento libre para el pequeñín.
Miró a nuestros hijos delgados y, sin pensarlo mucho, decidió colocar a su niño junto a ellos.
Carlos, mi marido, la detuvo. Le dijo que habíamos pagado esos asientos y que no había razón para empujar a los niños. La mujer no cedió; al contrario, empezó a discutir con el guía turístico.
Quería convencernos de que teníamos la obligación de mezclar nuestras vidas con la de los demás. ¿Por qué deberíamos? Incluso nos sugirió abandonar la excursión y devolver las entradas. Otros turistas se sumaron al alboroto, llamándonos selfies como si fuera un insulto.
Los niños, cansados de la tensión, se levantaron para que la visita continuara, mientras el conductor aguardaba a que se resolviera el conflicto. La atmósfera, como una niebla densa, quedó arruinada.
Me pregunté entonces: ¿estábamos en lo correcto? ¿Por qué debería obligar a mis hijos a viajar en condiciones estrechas cuando les había comprado los boletos? ¿Qué opináis vosotros?







