Quien yo llamaba madre
Valeria estaba ante la ventana de la cocina, mordisqueando pan duro con aceite mientras miraba el patio de al lado. La mañana se mostraba gris y lluviosa, como su estado de ánimo aquellas últimas semanas. Tras el cristal asomó una figura conocida: Ana Rodríguez llegaba al portal cargada con bolsas pesadas.
—Mamá, tu vecina vuelve sola con las compras —gritó Valeria hacia la habitación donde Carmen Herrera, sentada ante la mesa, hojeaba una revista antigua—. ¿Le echo una mano?
—¿Vecina? —refunfuñó la mujer sin levantar la vista—. Una desconocida. Tiene un hijo, que la ayude.
Valeria frunció el ceño pero calló. Carmen Herrera se había vuelto últimamente tan arisca, como un erizo al que es peligroso tocar. Antes, sin embargo, era la primera en acudir si alguien del edificio pasaba apuros.
—Su hijo trabaja en el extranjero, bien lo sabes —dijo Valeria en voz baja, enfundándose la chaqueta—. Bajaré al colmado y de paso le ayudo con las bolsas.
—Anda, ve, bendita seas —masculló Carmen Herrera—. A todos compadeces, de mí te olvidas.
Valeria se detuvo en la puerta, volviéndose hacia la mujer a quien llamaba madre desde hacía más de cuarenta años. Delgada, con cabello cano recogido en un moño severo, Carmen Herrera parecía especialmente menuda en aquella silla. Las arrugas de su rostro se ahondaban, y sus manos temblaban al pasar las páginas.
—¿Te traigo algo? —preguntó Valeria con suavidad.
—Nada necesito. Ve ya, si tanto te urge.
En el rellano, Valeria tropezó con Ana Rodríguez que jadeaba, parada para tomar aliento.
—Ana, permítame ayudarla —ofreció Valeria, tomando una de sus bolsas.
—¡Ay, gracias, hija! —suspiró la vecina, aliviada—. La fuerza ya no es la misma. Los años, supongo.
Subieron despacio, deteniéndose en cada descansillo.
—¿Y cómo sigue su Carmen Herrera? —preguntó Ana con cautela—. Hace tiempo que no la veo.
—Oh, va tirando —respondió Valeria, evasiva—. Unos días mejor, otros peor.
—Comprendo, comprendo. Mi hermana igual… —Ana calló, pero Valeria supo a qué se refería.
Ayudó a llevar las bolsas hasta el piso y regresó a casa. Carmen Herrera seguía en su sillón, pero ya no leía. Miraba fijamente al frente, como buscando algo en el vacío.
—Mamá, ¿tomamos un té? —propuso Valeria, quitándose la chaqueta.
—Mamá… —repitió Carmen Herrera, y una extraña nota vibró en su voz—. Tú me llamas mamá.
Valeria se inmovilizó. Algo en aquel tono la alarmó.
—Pues claro, mamá. ¿Cómo si no?
—Pero yo no soy tu madre —dijo Carmen Herrera en voz baja, volviéndose hacia ella—. No soy nada para ti.
Valeria sintió un nudo dentro. Ahí estaba. Lo que temía desde hacía meses. Lo que evitaba mirar cuando sorprendía a Carmen Herrera observándola con desconcierto.
—¿Qué dices, mamá? —Valeria se agachó junto a ella, tomándole la mano—. Claro que lo eres. La verdadera.
—No —negó Carmen Herrera con tozudez—. Ahora lo recuerdo. Lo recuerdo todo. Tú no eres mi hija. Eres… una extraña.
Un nudo apretó la garganta de Valeria. Sabía que llegaría ese día. Los médicos advirtieron que la enfermedad avanzaría, que la memoria fallaría cada vez más. Pero no estaba preparada para que Carmen Herrera recordara precisamente eso.
—Mamá, escúchame —empezó Valeria, procurando que su voz sonara serena—. Sí, tienes razón. Tú no me diste a luz. Pero tú me criaste. Tú me quisiste. Para mí eres mi madre.
—Criarte… —Carmen Herrera frunció el ceño, como esforzándose en recordar—. Sí, te crié. Te trajeron… tan pequeñita. Llorabas sin consuelo, no comías.
—Sí, mamá. Tenía tres años.
—Tres… —repitió Carmen Herrera—. ¿Y tu madre verdadera? ¿Dónde está?
Valeria cerró los ojos. Había evitado esa conversación toda la vida. Carmen Herrera jamás dio detalles y Valeria jamás preguntó. Le bastaba con haber tenido una madre que la amó.
—No sé, mamá. Nunca me lo contaste.
—No te lo conté… —Carmen Herrera caviló—. Quizás fue lo mejor. Nada bueno había en aquello.
Valeria esperó, temerosa de moverse. Carmen Herrera guardó largo silencio, hasta que de pronto habló:
—Ella fue mi amiga. Tu madre. Se llamaba Irene. Estudiamos juntas en la academia, luego trabajamos en aquella fábrica. Muy guapa, muy risueña. Los hombres la seguían como moscas a la miel.
Valeria escuchó conteniendo el aliento. Por primera vez en cuarenta años oía hablar de su madre verdadera.
—Se casó joven, te tuvo. Pero el marido resultó… un sinvergüenza. Bebía, le pegaba. Ella lo dejó, mas ¿adónde ir con una niña? Vivió con unos conocidos, con otros. Luego conoció a otro, que la quiso, pero sin hijos.
—¿Y me abandonó?
—Te trajo a casa. Dijo: “Carmen, socórreme. Hasta que me estabilice”. Pero ella… —Carmen Herrera calló, como no atreviéndose a seguir.
—¿Qué, mamY así, sostenidas por esa certeza, madre e hija siguieron tejiendo su historia con hilos de amor que ni el olvido más profundo podría desgarrar.