A la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas, salió del coche y me agradeció con una reverencia. Me apena profundamente que en un país tan avanzado no sepamos cuidar de las personas mayores.
Hace tres semanas iba con mi hijo al colegio. Decidimos detenernos unos minutos junto a una parada de autobús para verificar si el uniforme de gimnasia estaba en la mochila. Desde lejos vi que se acercaba una mujer mayor, visiblemente enferma.
Tocó suavemente la ventana y la bajé. Con esperanza en la voz, me preguntó:
– Buenos días, ¿es usted taxista?
Negué y ella se alejó resignada a poca distancia. Pedí a mi hijo que buscara el uniforme por sí mismo y salí para saber algo más de la mujer.
– Pensé que era usted taxista, a veces paran aquí. Necesito llegar al hospital.
– No está lejos para mí, son unos tres kilómetros, por favor, suba.
Partimos. Respiraba con dificultad, notaba lo complicado que le resultaba una conversación sencilla. Me explicó que suele ir al hospital en autobús, pero hoy por la mañana cayó una fuerte nevada y no pudo llegar a tiempo; el siguiente autobús no pasaría hasta dentro de una hora. Escuchaba lo que decía y, con cada palabra, sentía una injusticia enorme.
Al llegar, buscó en su bolso su cartera…
– No aceptaré ni un solo euro – protesté firmemente. – Ha pasado usted por tanto en la vida, ya ha pagado de sobra con todo lo vivido.
A la mujer se le llenaron los ojos de lágrimas, salió del coche y me agradeció con una reverencia.
Y yo, un hombre sano de treinta años, me quedé con un nudo en la garganta, contemplando cómo se alejaba. Me duele mucho que en un país tan avanzado no sepamos cuidar de las personas mayores. Me da vergüenza que nuestros mayores tengan que preocuparse por cosas tan simples como llegar al médico.
Queridos lectores, si conocéis a alguien que necesite ayuda en estas tareas sencillas, ayudadle en lo que podáis. Llevadles al médico, acompañadles a cruzar la calle, hacedles la compra… ¡Cuidémonos los unos a los otros!