La mujer inexistente

**La mujer que no existía**

Nadie notaba a Esperanza. Ni en el autobús, ni en la farmacia, ni siquiera en el portal de su edificio, donde había vivido más de veinte años. La gente pasaba de largo sin mirarla, como si fuera parte del mobiliario: una pared desconchada, un buzón sin cerradura, unos escalones que crujían. Tenía cincuenta y nueve años, y con cada año que pasaba, sentía cómo se disolvía. Como una foto vieja expuesta demasiado tiempo al sol: primero se desvanecen los contornos, luego desaparece todo.

En la caja del supermercado, la dependiente le daba el cambio sin mirarla a los ojos, como si temiera encontrar algo olvidado, algo incómodo. La vecina del quinto piso soltaba un seco “hola” mientras miraba por encima de su cabeza, como si saludara al aire. Hasta su hijo llamaba cada vez menos. “Mamá, estoy hasta arriba, ya te llamo”. Ese atasco llevaba ya cuatro primaveras, y Esperanza había dejado de esperar.

Cada mañana se ponía una blusa limpia, se anudaba el pañuelo con cuidado y salía a la calle. Como si tuviera un propósito. Como si alguien la esperara. Pero nadie la esperaba. Era su única forma de sostenerse, aunque fuera en silencio. Pasear por la avenida, sentarse en un banco del parque, tomar un café barato de la máquina… nada de eso era descanso ni diversión. Era un acto de resistencia. Un grito callado: “Todavía estoy aquí”.

Esperanza observaba a los demás. A los que reían, discutían, gritaban por el teléfono, a los que vivían. Y sentía entre ellos y ella una pared invisible pero densa. Ni una mirada se detenía en ella. Como si no fuera una persona, sino un cartel desgastado en una farola, que ya nadie leía.

Un día, compró una cazadora. Amarilla. Brillante, casi insolente. De esas que no se pueden ignorar. “A ver si al menos alguien se gira”, pensó. Pero nadie lo hizo. Ni siquiera el cajero, al cobrar, levantó la vista. La cazadora siguió siendo solo tela. Y Esperanza, igual de transparente.

Esa tarde, en el portal, alguien lloraba. Esperanza asomó la cabeza. En el rellano, entre sombras, había una niña. Ocho años tal vez. Ojos llenos de lágrimas, mejillas húmedas, labios temblorosos. A su lado, un patinete roto y una mochila abierta: cuadernos desparramados, algunos manchados.

“—¿Qué ha pasado? —preguntó Esperanza. Su voz sonó inesperadamente firme, con una calidez tajante, sin ñoñerías ni lástima.

“—Dijo que era tonta… y se fue —susurró la niña, sin levantar la vista.

Esperanza se sentó a su lado, apartó con cuidado el manillar roto del patinete y la miró de verdad, con atención.

“—Pues yo te digo que no eres tonta. Eres pequeña. Pero él sí es tonto. Y quizá un cobarde. Porque herir es cosa de débiles. Y explicarse… cuesta.

La niña dejó escapar un sollozo. Asintió. Y de pronto, Esperanza lo sintió: la estaban escuchando. De verdad. Juntas recogieron los cuadernos, los guardaron en la mochila, alisaron las portadas. Con cinta aislante vieja de su trastero, pegó el patinete. No quedó perfecto, pero la niña sonrió como si fuera nuevo.

“—Eres buena —dijo de repente—. ¿Cómo te llamas?

“—Esperanza.

“—Yo soy Lucía. ¿Quieres ser mi amiga? No tengo ninguna.

“—Vale —respondió Esperanza. En esa palabra había algo que hacía mucho no sentía. Calor. El silencio dentro de ella retrocedió.

Al día siguiente, caminaban juntas por esa misma avenida. Esperanza con su cazadora amarilla, Lucía con la coleta deshecha y un dibujo que apretaba entre las manos.

“—Eres tú —dijo la niña—. Te he dibujado.

En el papel había una mujer. Con una chaqueta brillante. Y unas alas enormes. Casi no cabían en la hoja, se escapaban por los bordes, como si en cualquier momento alzaran el vuelo.

A veces, para volver a estar viva, no hace falta el reconocimiento de la calle. Ni de la multitud, ni de los aplausos. A veces solo hace falta ser necesaria. Aunque sea para uno. Aunque sea para una niña llorando en un escalón sucio, con los cuadernos rotos y un patinete deshecho. Porque en ese momento, ya no eres el fondo. Ni la sombra. Ni una mancha invisible entre la gente.

Eres luz. Y sostén. Eres las alas de alguien. Y su “quédate”.

Rate article
MagistrUm
La mujer inexistente