La mujer de mi padre se convirtió en mi segunda madre
Mi madre falleció cuando yo tenía sólo ocho años. Mi padre, sumido en la tristeza, empezó a beber y la casa solía quedarse sin comida. Me veía obligado a pedir en el colegio, mis notas iban de mal en peor y siempre llevaba ropa gastada. Eso no tardó mucho en llamar la atención de los profesores.
Los servicios sociales vinieron varias veces a nuestro piso en Madrid, y pronto le pusieron a mi padre unas condiciones muy estrictas: si no las cumplía, perdería mi custodia. Por suerte, mi padre recapacitó, dejó el alcohol y, en las siguientes visitas de los inspectores, todo fue mucho mejor.
Al tiempo, mi padre me dijo que quería que conociera a una mujer que le hacía ilusión. Fuimos a casa de Tía María. Al principio no quería conocerla; los recuerdos de mi madre estaban muy presentes todavía y no veía bien que mi padre empezara una nueva relación.
Pero cuando empecé a conversar con Tía María, sentí de inmediato la calidez de su corazón. Me hice buen amigo de su hijo, que tenía un año más que yo, y empezamos a ir juntos a las clases de atletismo en el polideportivo del barrio. Verme llevarme bien con su nueva pareja llenaba de alegría a mi padre; al mes, nos mudamos a casa de Tía María y alquilamos nuestro piso para ganar un dinero extra cada mes.
Mi padre no llegó a casarse con Tía María. Un conductor borracho lo atropelló una noche en la Gran Vía, y mi vida cambió en un instante. Legalmente, Tía María no tenía ningún vínculo conmigo, así que los servicios sociales me llevaron a un centro de menores. Antes de marcharme, Tía María me juró que haría todo lo posible por traerme de nuevo a su lado.
Y así fue. Pasaron apenas dos meses hasta que pude regresar con ella. Ese tiempo en el centro me bastó para comprender lo afortunado que era por tener a María en mi vida. Siempre le estaré agradecido; nunca me dejó de lado, fue una verdadera segunda madre. Es una mujer excepcional y, para mí, su hijo es como mi propio hermano.
Hoy ya somos adultos, cada uno con su familia en diferentes rincones de Castilla, pero madre María sigue siendo la persona más importante para mi hermano y para mí. Ha sido dos veces suegra y, sin embargo, jamás hubo un reproche ni una discusión con sus nuevos hijos. Jamás nadie le ha llamado suegra; tanto mi mujer como la esposa de mi hermano se refieren a ella siempre como Madre María, en reconocimiento a su bondad y comprensión. Cada vez que alguien la llama así, veo una felicidad sincera en los ojos de María.
Creo que de todo aquello aprendí que una familia no siempre es la que nace, sino también la que se elige de corazón. Y yo tuve la suerte de que me eligieran.







