El traslado se convirtió en divorcio
—¡Pero qué dices, Carmen! —gritó Álvaro, agitando los brazos—. ¿Dónde voy a meter mi taller? ¡Mi banco de trabajo! ¡Ahí está media vida mía!
—¿Y yo dónde voy a dejar mi trabajo? —replicó Carmen, igual de alta voz, plantada en medio del salón, abarrotado de cajas—. ¡Veinte años en la misma empresa! ¡Me conocen, me valoran!
—¡Pues encontrarás otro! ¡En Málaga hace mejor tiempo, la gente es más agradable, todo es más barato!
—¡Claro, como si a mis cincuenta años fuera tan fácil! —Carmen soltó una risa amarga—. ¡Te has vuelto loco, Álvaro!
Su hijo Javier, de treinta y dos años, observaba el rifirrafe desde el sofá. En momentos así, se sentía como un niño obligado a elegir entre mamá y papá.
—Javi —le dijo Carmen—, explícale a tu padre que a nuestra edad la gente normal no se muda a otra ciudad.
—Mamá, no me metáis en esto —respondió Javier, exhausto—. Es cosa vuestra.
—¡Cómo que cosa nuestra! —saltó Álvaro—. ¡La familia decide junta! Pero tú, Carmen, te empeñas en ser más terca que una mula. ¡No cedes en nada!
Carmen se dejó caer en el sofá y se tapó la cara con las manos. Con cincuenta y cuatro años, el último mes le había añadido cinco más. Todo empezó cuando Álvaro llegó a casa con los ojos brillantes y anunció que su primo les ofrecía mudarse a Málaga.
—¿Te imaginas, Carmencita? —decía entonces, paseando por la cocina—. Pepe ha comprado una casa enorme. Dice que hay espacio de sobra para que nos quedemos mientras buscamos algo. ¡Y el clima! ¡El mar al lado! ¡Frutas y verduras frescas!
Carmen asintió en su momento, pensando que era otro de los caprichos de su marido. Álvaro siempre tenía ideas nuevas: criar abejas, comprar una finca en el campo… Pero al cabo de unas semanas se le pasaba.
Esta vez fue distinto.
—Carmen, he comprado los billetes —dijo Álvaro entrando en la cocina—. Vamos pasado mañana a echar un vistazo.
—¿Qué billetes? ¿A dónde? —preguntó ella, revolviendo la sopa.
—¡A Málaga! A casa de Pepe. Dice que hay una vivienda cerca de la suya, barata.
Carmen apagó el fuego y se giró.
—Álvaro, ¿de qué hablas? ¿Qué casa? ¿Qué Málaga?
—¡Pues lo que hablamos! ¡Tú misma dijiste que no estaría mal cambiar de aires!
—¿Cuándo dije eso?
—¿No te acuerdas? El mes pasado te quejabas del jefe nuevo, de los chavales que no respetan a los veteranos. ¡Aquí tienes la oportunidad!
Carmen se sentó. Se le hacía un nudo en el estómago.
—Álvaro, ¡piensa un poco! ¡Tenemos más de cincuenta años! ¡Aquí está toda nuestra vida: el piso, el trabajo, los amigos! ¿Lo dejarías todo por una aventura?
—No es una aventura —replicó él—. Es una nueva oportunidad. Pepe dice que allí se vive bien. A él le ha ido genial.
—¿Y qué dice su mujer?
—¿Lola? Encantada. Dice que fue la mejor decisión.
Carmen negó con la cabeza. Lola era diez años más joven y no trabajaba. A ella le resultaba fácil.
—Álvaro, no voy a ir. Ni siquiera a mirar.
—¡Eres imposible! —estalló él—. ¡Al menos ve y luego decides!
—No quiero ir. No quiero mudarme. Punto.
Pero Álvaro no cejó. Cada día tenía un argumento nuevo: el clima, los precios, lo bien que vivían los jubilados…
—Carmen, entiéndelo —decía tomando el café—. ¡Allí viviremos como reyes! Pepe tiene un terreno grande, a lo mejor nos vende un trozo. Podemos tener un huerto, gallinas, incluso una cabra…
—¿Una cabra, Álvaro? —respondió ella, cansada—. ¿Sabes ordeñar? ¿Yo qué sé de gallinas?
—¡Se aprende! ¡La gente lo hace!
—Pues que lo hagan. Yo no quiero aprender a cuidar gallinas a mis cincuenta y cuatro.
Álvaro no se rindió. Fue solo a Málaga y volvió con fotos y vídeos del mar, de las casas, del mercado con frutas baratas.
—¡Mira qué belleza! —se entusiasmaba—. ¡Y el aire! ¡La gente es tan simpática!
Carmen miraba las imágenes y pensaba en su trabajo, en sus compañeras de tantos años, en las amigas con las que salía los fines de semana.
—Aquí estoy bien —decía—. ¿Para qué cambiar?
—¡Porque allí será mejor!
—¿Y si no lo es? ¿Si no nos adaptamos?
—¡Nos adaptaremos!
Las conversaciones se convirtieron en peleas. Álvaro insistía, Carmen se negaba.
—¡No me escuchas! —gritaba ella—. ¡Te da igual lo que pienso!
—¡Claro que te escucho! —replicaba él—. ¡Pero piensas mal!
—¿Mal? ¿Y tú bien?
—¡Bien es pensar en el futuro! ¡En lo mejor para nosotros! ¡No aferrarse al pasado!
—¡Esto no es pasado, es nuestra vida!
Al final, Álvaro actuó sin su permiso. Puso el piso en venta y empezó a recopilar documentos.
—¿Qué haces? —se horrorizó Carmen al ver el anuncio en internet.
—Lo que debí hacer hace tiempo —respondió él—. Si no quieres tomar decisiones sensatas, las tomaré yo.
—¿Sin mi firma? ¡El piso está a medias!
—Acabarás firmando.
—¡Jamás!
Pero Carmen se mantuvo firme. No solo no firmaba, sino que prohibió las visitas.
—¡Es mi casa también! —decía—. ¡Y mientras viva, no se vende!
Álvaro estalló.
—¡Me estás amargando la vida!
—¿Y tú a mí no? ¡Decidiendo por mí dónde vivir!
—¡Pienso en nuestro bien!
—¡En el tuyo!
Javier se vio en medio. Su padre se quejaba de lo testaruda que era su madre; su madre, de que su padre había perdido el juicio.
—Papá, ¿no puedes esperar? —intentaba mediar Javier.
—¡Llevamos medio año discutiendo!
—Mamá, ¿y si vas a verlo? Solo de visita.
—¡No quiero!
El ambiente en casa era irrespirable. Álvaro y Carmen apenas hablaban, y cuando lo hacían, era para pelear.
—Sabes qué —dijo Álvaro un día—, estoy harto. Me voy solo.
—Vete —respondió ella, fría.
—Pues me voy. Quédate con tu trabajo y tus amigas.
—Me quedaré.
Se miraron, esperando que el otro cediera. Nadie lo hizo.
—Bueno —dijo Álvaro—, si es así, no tenemos nada más que hablar.
—Nada.
Al día siguiente, Álvaro hizo la maleta y se fue a casa de Pepe. Carmen lo despidió en silencio. Pensó que volvería en una semana.
Pero pasó un mes, y luego otro. Álvaro llamaba a veces, hablaba de lo bien que se estaba instalando, pero no la invitaba.
—¿Qué tal? —preguntaba ella.
—Bien. Pepe encontró una casa barata. Voy a comprarla.
—Cómprala.
—¿Y tú?
—Igual.
Las llamadas se hicieron más cortas, más espaciadas. Carmen entendió que Álvaro no pensaba volver.
Javier iba a verla los finesY así, entre silencios y maletas sin deshacer, lo que empezó como un sueño bajo el sol andaluz terminó siendo el adiós más triste en aquel piso de Madrid que ya nunca volvería a oír sus risas juntas.