**1 de noviembre, Madrid**
¿Qué hago escribiendo esto? Supongo que necesito ordenar mis ideas. Todo empezó con una idea absurda, y ahora aquí estamos, separados.
“¡Pero qué dices, Tere!” gritó Luis, agitando los brazos como si peleara con un molino de viento. “¿Qué hago con mi taller? ¡Con la moto que me costó un dineral!”
“¿Y yo qué hago con mi trabajo?” replicó Teresa desde el centro del salón, rodeada de cajas. “Veinte años en la misma empresa. Me conocen, me valoran.”
“¡Pues encontrarás otro trabajo! En Sevilla hace mejor tiempo, la gente es más simpática, los precios más bajos.”
“¡Ah, sí! ¡A mis cincuenta y tres años! ¡Qué fácil lo ves!” Teresa soltó una risa amarga. “Te has vuelto loco, Luis Alberto.”
Nuestro hijo, Pablo, miraba desde el sofá, callado. Con treinta y dos años, en momentos como este se sentía como un niño otra vez, atrapado entre las peleas de sus padres.
“Pablito, dime tú,” se volvió Teresa hacia él, “¿es normal que a nuestra edad nos mudemos como si fuéramos veinteañeros?”
“Mamá, no me metas en esto,” suspiró. “Es cosa vuestra.”
“¡Cómo que cosa vuestra!” saltó Luis. “¡En familia se decide todo! Pero tú, como siempre, te cierras en banda.”
Teresa se dejó caer en el sofá, tapándose la cara con las manos. En el último mes, parecía haber envejecido cinco años. Todo empezó cuando Luis llegó aquel día con los ojos brillantes, hablando de Sevilla.
“Tere, escucha,” decía entusiasmado, paseando por la cocina, “mi primo Rafa compró una casa enorme allá. Dice que podemos quedarnos un tiempo mientras buscamos algo. ¡El clima es perfecto! ¡El arroz más barato, la playa cerca!”
Ella asintió, pensando que era otro de sus caprichos. Luis siempre tenía ideas nuevas: un huerto urbano, criar gallinas… pero en dos semanas se le pasaba.
Esta vez fue distinto.
“Tere, compré los billetes,” anunció una tarde, entrando en la cocina. “Vamos pasado mañana a verlo.”
“¿Qué billetes? ¿A ver qué?”
“¡A Sevilla! Rafa encontró una casa cerca de la suya. Barata, dice.”
Teresa apagó el fuego y se giró.
“Luis, ¿de qué hablas? ¿Qué casa? ¿Qué Sevilla?”
“¡Lo hablamos! Tú misma dijiste que necesitábamos un cambio.”
“¿Cuándo dije eso?”
“El mes pasado, cuando te quejaste del jefe nuevo que no valora a los veteranos. ¡Es nuestra oportunidad!”
Teresa se sentó. La cabeza le daba vueltas.
“Luis, piensa. Tenemos más de cincuenta. Aquí está nuestra vida: el piso, el trabajo, los amigos. ¿Quieres tirarlo todo por una aventura?”
“No es una aventura,” insistió él. “Rafa está mejor que nunca allá. Su mujer, Lola, feliz.”
Teresa negó con la cabeza. Lola tenía diez años menos y nunca trabajó. A ella todo le parecía fácil.
“No voy. Ni a mirar siquiera.”
“¡Por qué eres tan cabezota!” explotó Luis. “¡Al menos mira antes de decidir!”
“No quiero decidir. No me mudo.”
Pero él no se rindió. Cada día llegaba con algo nuevo: el sol, los precios, lo maravilloso que era jubilarse allí.
“Tere, escucha,” insistía tomando café, “viviríamos como reyes. Rafa tiene terreno. Podríamos plantar tomates, tener gallinas…”
“¿Gallinas, Luis? ¿Tú sabes cuidar gallinas?”
“¡Se aprende!”
“No quiero aprender.”
Aun así, Luis viajó solo a Sevilla. Volvió con fotos del río Guadalquivir, de patios floridos.
“¡Mira qué bonito! ¡Y la gente es tan agradable!”
Teresa veía las imágenes y pensaba en su oficina, en las quedadas con las amigas los sábados.
“Yo estoy bien aquí.”
“¡Allí estarás mejor!”
“¿Y si no? ¿Si no nos adaptamos?”
“¡Claro que sí!”
Las discusiones se volvieron peleas. Luis se empecinaba, Teresa se cerraba.
“¡No me escuchas!”
“¡Sí te escucho! Pero no razonas.”
“¿Razonar es hacer lo que tú quieres?”
“¡Razonar es pensar en nuestro bien!”
Hasta que Luis actuó. Puso el piso en venta sin consultarla.
“¿Qué haces?” preguntó ella, horrorizada al ver el anuncio.
“Lo que deberíamos haber hecho hace meses.”
“¡Sin mi firma no se vende!”
“Ya firmarás.”
Pero Teresa se mantuvo firme. No firmó, no dejó que entraran compradores.
“¡Es mi casa también!”
Luis estalló.
“¡Me arruinas la vida!”
“¡Tú a mí! ¿Decidir por mí dónde vivir?”
En medio, Pablo intentaba mediar.
“Papá, dale tiempo.”
“Mamá, quizá deberías ir a verlo.”
“¡No quiero ver nada!”
El ambiente se hizo irrespirable. Luis y Teresa apenas hablaban. Cuando lo hacían, era para discutir.
“Hasta aquí,” dijo Luis un día. “Me voy solo.”
“Vete.”
“¿Y tú?”
“Me quedo.”
Se miraron, esperando que el otro cediera. Nadie lo hizo.
“Pues adiós.”
“Adiós.”
Al día siguiente, Luis se fue con una maleta. Teresa lo vio marchar en silencio. Pensó que volvería en una semana.
Pasó un mes. Luego otro. Luis llamaba, contaba que buscaba casa, pero no la invitaba.
“¿Qué tal?”
“Bien. Rafa encontró un sitio barato.”
“Pues cómpralo.”
“¿Y tú?”
“Lo mismo.”
Las llamadas se hicieron más cortas, más frías. Teresa supo que no volvería.
Pablo la visitaba los domingos.
“Mamá, habla con él.”
“Él eligió.”
“Te espera allá.”
“Yo lo espero aquí.”
“¿Y así vivirán?”
Teresa encogió los hombros. Duele admitir que treinta años de matrimonio se rompan por una mudanza.
Tres meses después, Luis llamó.
“Tere, compré la casa. ¿Seguro que no vienes?”
“No.”
“Entonces… habrá que divorciarnos.”
El corazón le dio un vuelco. Sabía que llegaría, pero no estaba preparada.
“Sí.”
“Enviaré los papeles.”
“Vale.”
Silencio.
“Tere…”
“¿Qué?”
“No quería esto.”
“Yo tampoco.”
“Pero no entendiste por qué era importante para mí.”
“Tú no entendiste por qué no podía ser.”
Luis suspiró.
“Quizá los dos nos equivocamos.”
“Quizá. Pero ya es tarde.”
Tras colgar, Teresa se quedó en la cocina, pensando en cómo treinta años caen por una tontería.
Pablo lo tomó mal.
“¿Seguro que no hay solución?”
“No. Tu padre empezó de nuevo.”
“¿Y tú?”
“Yo sigo como antes.”
“¿No te arrepientes?”
Teresa lo pensó.
“Sí. Pero él quería aventuras. Yo, rutina. Él, cambio. Yo, miedo.”
“Podríais haber hablado.”
“Para eso hacen falta dos.”
Los papeles llegaron un mes después. Los firmó sin leerlos.
Esa noche, en el piso que tanto defendió, sintió que la victoria sabía a derrota. ¿De qué servía tanto espacio ahora?
En la mesa, las fotos de Sevilla: casas blancas, sol, naranjos. Quizá habría sido bueno. Quizá debió arriesgarse.
Pero ya era tarde.Al final, lo que comenzó como un sueño bajo el sol andaluz terminó siendo un adiós silencioso entre las cuatro paredes de Madrid.