La misteriosa vecina del quinto piso

Aquella vecina del quinto piso siempre supe lo que ocurría en nuestro edificio. Quién llegaba tarde, quién discutía con quién, quién no podía pagar la comunidad. Pero de la mujer del quinto no conocía nada. Apareció en el portal sin hacer ruido. Recordé que el piso cincuenta y tres llevaba vacío tras la muerte del viejo Francisco Martínez. Sus sobrinos de Barcelona venían de vez en cuando, clasificaban cosas, luego lo vendieron. Y quién lo compró… nadie lo supo con certeza.

—Las inmobiliarias, seguramente lo revenden— comentaba Valeria Sánchez, mi vecina, al cruzarnos en los buzones.— Ahora está de moda, venden pisos como churros.

Pero pronto se vio que no lo revendieron. Alguien se mudó allí. Lo deduje por la música baja que a veces bajaba desde arriba, y el taconeo en la escalera. Tacones de verdad, no chanclas ni zapatillas. En nuestro edificio pocos se permitían ese lujo.

La primera vez que vi a la nueva vecina fue por casualidad. Miré por la mirilla al oír voces en el rellano, y me quedé helado. En la puerta de enfrente había una mujer alta con un elegante abrigo beige. El pelo recogido en un moño impecable, sosteniendo un ramo de claveles blancos.

—Muchas gracias— decía la desconocida a un hombre de mediana edad con traje oscuro.— Se lo haré llegar.

El hombre asintió, respondió algo inaudible y se dirigió al ascensor. Ella permaneció un instante contemplando las flores, suspiró suavemente y entró en su piso.

—Val, ¿has visto a la vecina nueva?— pregunté a mi amiga al día siguiente, sentados en el banco del patio.

—¿Cuál nueva?

—La del quinto. Vive ahora en el cincuenta y tres.

Valeria negó con la cabeza:

—No. ¿Y qué, joven?

—No mucho. Unos cuarenta y cinco, quizá cincuenta. Guapa, arreglada. Y viste con clase, no como nosotras.

—Será adinerada— concluyó Valeria.— Con comprar un piso en el centro…

Asentí, pero algo me resultaba extraño. La gente con dinero no suele mudarse a nuestro viejo edificio con ascensor antiguo y paredes desconchadas. Compran en nuevas promociones o edificios de lujo con portero.

Poco a poco noté que la vecina del quinto recibía visitas. Siembre hombres. Siempre con flores. Venían a cualquier hora: mañana, tarde, mediodía. Unos se quedaban veinte minutos, otros hora y media. Pero todos bien vestidos y seguros de sí mismos.

—¿Será pintora?— sugirió Valeria Sánchez cuando comenté mis observaciones.— ¿O música? Ellas tienen muchos conocidos.

—¿Pintora con ese dinero?— resoplé escéptica.— ¿Has visto alguna vez artistas ricas?

Valeria se encogió de hombros, aceptando lo improbable. Mi curiosidad crecía cada día. Empecé a escuchar atentamente los ruidos de arriba, salir al basurero justo cuando oía pasos. Pero la vecina parecía desvanecerse. ¿Caminaba muy callada? ¿Notaba que la observaban?

El misterio se resolvió inesperadamente. Volvía del centro de salud tras horas de cola. De humor negro: el médico no dijo nada útil, solo recetó análisis. En el ascensor encontré a Pablo, el fontanero de la comunidad.

—Hola, Marina Ruiz— saludó llevando su caja de herramientas.

—Hola, Pablo. ¿A dónde vas?

—Al quinto, a arreglar un grifo. Llegó un aviso.

—¿Al cincuenta y tres?

—Ajá. Vive una señora interesante. Siempre ofrece té y galletas. Y paga extra, por cierto.

—¿En serio? ¿Cómo es?

Pablo se rascó la nuca:

—Buena persona. Educada, culta. Solo que… siempre triste. Y vive sola, nadie la visita.

—¿Cómo sola? ¡Si veo hombres entrar a todas horas!

El fontanero me miró extrañado:

—¿Qué hombres? He ido cinco veces y nunca vi a nadie. Siempre está sola.

Me quedé pensativo. O Pablo mentía o yo no entendía algo. Quizá la vecina era prudente y no recibía con extraños cerca.

La respuesta llegó una semana después, por donde menos esperaba. Me topé con ella en el supermercado. Estudiaba la etiqueta de un yogur en la sección de lácteos.

—Disculpe— me dirigí a ella— ¿usted del edificio? Soy Marina Ruiz, del cuarto piso.

Alzó la mirada. De cerca era más guapa aún: rasgos perfectos, ojos castaños expresivos, piel cuidada. Pero en sus ojos percibí una fatiga y tristeza que me estremecieron.

—Sí, la recuerdo— respondió queda.— Elena Fernández. Encantada.

—¿Qué tal, le va bien? Es un buen piso, Francisco lo mantenía impecable.

—Gracias, todo bien. Tranquilo.

Elena Fernández claramente no quería charlar, pero yo no iba a perder la ocasión:

—¿Trabaja en algún sitio? ¿O ya jubilada?

—Trabajo— respondió brevemente, volviéndose a la estantería de quesos.

Entendí que mi indiscreción molestaba, me despedí y me marché. Pero la conversación no me satisfizo. Al contrario, surgieron más preguntas.

En casa llamé enseguida a Valeria:

—¡Val, hablé con la vecina! Se llama Elena Fernández.

—¿Y qué supiste?

—Poco. Muy reservada. Y triste… como para llorar.

—¿Se le habrá muerto el marido? ¿O divorcio traumático?

—No sé. Pero algo raro hay. Pablo el fontanero jura que está siempre sola, pero yo
A partir de entonces, Marina Ruiz empezó a invitar a Elena Hernández a merendar cada jueves, compartiendo confidencias sobre la vida entre tortillas y café con leche, tejiendo una amistad tan cálida como el sol de la tarde en su patio andaluz.

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La misteriosa vecina del quinto piso