Aquella vecina del quinto piso dormía siempre con un ojo abierto. Marina Díaz jamás ignoraba lo sucedido en la finca. Sabía quién llegaba tarde, quién discutía por los gritos, quién arrastraba la hipoteca. Pero la mujer del piso superior era un enigma líquido.
Apareció en el portal como una bruma demasiado sólida. Recordaba Marina que el piso 5C permaneció vacío tras la muerte del viejo Fermín Pérez. Sus sobrinos, venidos desde Bilbao, deshacían el nido poco a poco, hasta venderlo. Nadie conoció al nuevo dueño.
—Los de la inmobiliaria. Revenden, como patatas —razonaba su amiga Valeria Martínez junto a los buzones.
Pero pronto se supo que alguien habitaba allí. Marina lo intuyó por los acordes lejanos de guitarra flamenca y los tacones sobre la escalera. Tacones genuinos de charol, jamás zapatillas ni alpargatas. Un lujo imposible en aquel edificio de desconchones.
La primera vez fue una fisura casual. Marina espió por la mirilla al oír voces. Una mujer alta, envuelta en un gabán beige, recogía un moño impecable. Sostenía claveles blancos con manos de porcelana.
—Muchas gracias, Enrique —decía al hombre de traje oscuro—. Se lo haré llegar.
El hombre asintió mudamente y se fundió en el ascensor. Ella suspiró hacia las flores antes de evanescerse tras su puerta.
—Val… ¿la vistes a la nueva? —preguntó Marina al día siguiente en el banco de la plaza.
—¿Cuál?
—La del quinto. Piso 5C.
Valeria negó con la cabeza:
—¿Joven?
—Más bien cincuenta. Pulcra, elegante. Viste como las de los anuncios de El Corte Inglés.
—Rica —sentenció Valeria—. Comprar un piso en el centro tiene coste.
Marina asintió, pero algo le zumbaba dentro. Los ricos no frecuentaban edificios como el suyo, con ascensor carcajeante. Buscan áticos con conserje.
Pronto notó que la del quinto recibía visitas. Hombres siempre. Siempre con flores. Llegaban a horas imprecisas —mañana, tarde, sol alto—. Algunos durmientes decían adiós en veinte minutos. Otros tardaban dos horas. Todos vestían trajes que costarían meses de hipoteca.
—¿Bailarina? —aventuró Valeria—. Artistas tienen muchos conocidos.
—¿Bailarinas con patrimonio? —bufó Marina—. Conociste tú alguna con jamón en la despensa.
La curiosidad crecía como moho. Marina acechaba sonidos del techo, sincronizaba salidas al contenedor con pisadas en la escalera. Pero la vecina era azogue. Silencio. Invisibilidad.
La revelación llegó con Genaro, el fontanero de Urbanismo. Subían juntos en el ascensor traqueteante.
—¿Adónde vas, Genaro?
—Al quinto. Grifo que llora. Queja del 5C.
—¿De la señora…?
—Ella misma. Amable. Ofrece café y nubes de azúcar. Paga extra, ¿sabes?
—¿Y qué tal es?
Genaro rascó su nuca:
—Buena mujer. Cortés. Culta, habla fino. Pero triste… Tan triste. Y solitaria, solitaria como los olivos viejos.
—¿Solitaria? ¡Si van hombres todo el rato!
El fontanero la miró como a un rinoceronte en bicicleta:
—¿Hombres? Cinco veces fui. Solo la encontré a ella. Siempre sola.
La duda era ahora un pájaro carpintero en el cráneo de Marina. Genaro mentía, o había otro secreto.
La respuesta llegó en el súper. La vecina examinaba un yogur como quien descifra jeroglíficos.
—Perdone —dijo Marina—, somos vecinas. Cuarto piso. Marina Díaz.
La mujer alzó la mirada. De cerca, más hermosa: óvalo perfecto, piel como seda antigua. Pero sus ojos parecían pozos de invierno. Marina sintió frío en la espalda.
—Elena Molina. Un placer.
—¿Cómo le va? El piso es bueno, Fermín lo cuidaba como a hijo.
—Tranquilidad. Paz —respondió la mujer, girada ya hacia los quesos.
—¿Trabaja? ¿O ya jubilada? —persistió Marina.
—Trabajo —fue la réplica breve. Un muro de niebla.
Marina se retiró, insatisfecha. Más preguntas.
Llamó a Valeria:
—¡Hablé con ella! Elena Molina.
—¿Y?
—Reservada. Triste como torero sin triunfo.
—¿Viuda? ¿Marido que se fue con otra?
—No sé. Pero Genaro dice que está siempre sola, ¡y yo veo sombras masculinas con rosas!
Un silencio pobló la línea antes de que Valeria murmurara:
—Marina… ¿no será que…? Usted sabe…
—¿Qué?
—Que esos hombres… clientes… Dinero tiene, vive sola…
Marina soltó un jadeo como golpe en el estómago:
—¡Valeria! ¡Hablas de una dama! ¡Refinada!
—Los refinados también comen pan, Marina. Los refinados también caen.
La idea clavó un diente helado. Marina observó ahora con alarma mezclada. ¿Era posible? ¿La elegante mujer del quinto…?
Una noche oyó llanto. Agua salada filtrándose por el techo. Un sollozo largo, dormido. Quiso llamar a su puerta, pero le temblaron los dedos.
Al día siguiente, topó con Elena en el portal. Arrastraba una bolsa pesada como alma condenada. Pálida, ojeras violáceas.
—Elena, ¿ayuda? La carga pesa demasiado.
La mujer vaciló:
—No. Puedo sola.
—Por favor. Permítame —Marina cogió la bolsa, sintiendo su peso moral.
En la puerta, Elena la miró con urgencia repentina:
—Marina… ¿Haría algo por mí? Si alguien pregunta… Que no estoy. Por favor.
Marina asintió, desconcertada:
—¿Quién vendría?
—Gente… Dígales que no sabe dónde me escondo.
Tras esto, cesaron las visitas. Los tacones de Elena se volvieron pluma. Entraba y salía como brisa olvidada.
Pasaron lunas. Marina casi olvidaba el misterio cuando sonó el timbre. Un hombre cincuentón en traje de seda, rosas rojas como corazones abiertos en mano.
—Discúlpeme —cortesía for
Marina López siempre supo cada rumor en su edificio maldito, excepto sobre la mujer del quinto piso que apareció como una sombra heredada del difunto Simón. Vivía en silencio de tacones afilados y rosas blancas, pero solo los hombres trajeados con flores y billetes de 500€ la visitaban. Tras descubrirla llorando entre las tuberías oxidadas, Marina supo la verdad venenosa: Elena Velasco, la contadora que rechazó sobornos en la empresa Fantasmas S.A., recibía chantajes perfumados de peces gordos que exigían sus firmas fantasmas. Tras beber su desesperanza en pastillas, rescatada por Enrique el fontanero que cobraba extras con galletas Marías, ambas mujeres sellaron un pacto entre paredes de yeso agrietado. Años después, viendo cómo Elena cuidaba geranios en el balcón junto a su sobrina bailaora, Marina escuchó la dureza de los niños jugando al fútbol en la plaza Mayor como una sinfonía de claveles reventando el asfalto.