Carmen Martínez siempre sabe lo que pasa en su edificio. Quién llega tarde, quién discute, quién no paga la comunidad. Pero de la vecina del quinto no sabe nada.
La mujer apareció en el portal sin hacer ruido. Carmen recuerda que el piso 53 estuvo vacío tras morir el viejo Antonio Fernández. Sus sobrinos de Valencia venían de vez en cuando, recogían cosas, luego lo vendieron. Y quién lo compró, nadie lo sabía.
—Probablemente agentes inmobiliarios que revenden— comentó Dolores García, su vecina, al encontrarse junto a los buzones—. Ahora está de moda, comercian con pisos como si fueran enseres.
Pero pronto fue evidente que no habían revendido el piso. Alguien se instaló allí. Carmen lo supo por la música suave que a veces bajaba desde arriba y por el taconeo en la escalera. Tacones, no chanclas ni deportivas. En su edificio pocos se permitían ese lujo.
La primera vez que vio a la nueva vecina fue por casualidad. Asomó por la mirilla al oír voces en el rellano y se quedó helada de sorpresa. Frente a la puerta del piso de enfrente había una mujer alta con un elegante abrigo beis. El pelo recogido en un moño pulcro y un ramo de rosas blancas en las manos.
—Muchas gracias— decía la desconocida a un hombre de mediana edad con traje formal—. Se lo haré llegar sin falta.
El hombre asintió, respondió algo inaudible y se dirigió al ascensor. La mujer permaneció allí un momento más, contemplando las flores, suspiró suavemente y entró en su hogar.
—Lola, ¿has visto a la vecina nueva?— preguntó Carmen a su amiga al día siguiente, sentadas en un banco del patio.
—¿Cuál nueva?
—La del quinto. Vive ahora en el cincuenta y tres.
Dolores negó con la cabeza:
—No la he visto. ¿Es joven?
—No mucho. Unos cuarenta y cinco o cincuenta. Muy guapa, bien cuidada. Y viste con elegancia, no como nosotras.
—Seguro tiene dinero— dedujo Dolores—. Si ha comprado en pleno centro urbano.
Carmen asintió, pero algo le inquietaba. La gente adinerada no solía mudarse a su edificio antiguo con ascensor obsoleto y paredes desconchadas. Buscan pisos nuevos o residencias de lujo con portería.
Poco a poco Carmen notó que la vecina del quinto recibía visitas frecuentes. Siembre hombres, siempre con flores. Llegaban a distintas horas: mañana, tarde, mediodía. Unos se quedaban veinte minutos, otros una hora o más. Todos bien vestidos y seguros de sí mismos.
—¿Será artista?— sugirió Dolores cuando Carmen compartió sus observaciones—. ¿O quizá música? La gente así tiene muchos conocidos.
—¿Artista con tanto dinero?— Carmen resopló escéptica—. ¿Has visto alguna vez artistas ricos?
Dolores se encogió de hombros pero admitió que era improbable.
La curiosidad de Carmen crecía diariamente. Empezó a escuchar atenta los ruidos del piso de arriba, salir al cuarto de la basura justo cuando oía pasos en la escalera. Pero la vecina parecía evaporarse. Quizá caminaba muy silenciosa, quizá percibía la vigilancia y la evitaba.
El misterio se reveló inesperadamente. Carmen volvía del centro médico tras horas esperando al médico de cabecera. Malhumorada porque el doctor no le diagnosticó nada claro, solo recetas para análisis. En el ascensor coincidió con Quique, el fontanero de la comunidad.
—Buenas, Carmen Martínez— saludó él sujetando su caja de herramientas.
—Hola, Enrique. ¿A dónde vas?
—Al quinto, a reparar un grifo. Han solicitado asistencia técnica.
Carmen sintió interés inmediato:
—¿Al cincuenta y tres?
—Ajá. Vive una señora singular. Siempre ofrece café y galletas. Y paga por encima del tarifario, dicho sea de paso.
—¿De verdad? ¿Cómo es?
Quique se rascó la cabeza:
—Buena mujer. Educada, refinada. Solo que parece siempre triste. Y vive sola, sin compañía alguna.
—¿Sola? ¡Pero si van hombres a su casa constantemente!
El fontanero la miró sorprendido:
—¿Qué hombres? He ido cinco veces y jamás vi ninguno. Ella está siempre sola.
Carmen meditó. O Quique mentía o ella malinterpretaba algo. Tal vez la vecina era prudente y no recibía ante extraños.
La solución llegó una semana después por el lugar menos esperado. Carmen tropezó con la vecina cara a cara en el supermercado. La mujer examinaba detenidamente la etiqueta de un cartón de leche.
—Perdone— se dirigió Carmen—, usted es de nuestro edificio, ¿verdad? Soy Carmen Martínez, del cuarto.
La vecina alzó la mirada. De cerca resultaba más hermosa: facciones armoniosas, ojos castaños expresivos, piel cuidada. Pero esos ojos reflejaban tal cansancio y pena que Carmen tembló sin querer.
—Sí, la recuerdo— respondió suavemente—. Leonor Díaz. Mucho gusto.
—¿Cómo lleva la mudanza? El piso es bueno, Antonio Fernández lo mantenía bien.
—Gracias, todo bien. Tranquilidad, paz.
Leonor claramente no deseaba charla larga, pero Carmen decidió no perder la oportunidad:
—¿Trabaja en algún sitio? ¿O ya pensionista?
—Trabajo— fue la corta respuesta antes de girarse al estante de los quesos.
Carmen entendió que las preguntas resultaban groseras, se despidió y siguió su camino. Pero aquel encuentro no la satisfizo, alimentó más interrogantes.
En casa llamó inmediatamente a Dolores:
—¡Lola, he conversado con la vecina! Se llama Leonor Díaz.
—¿Y qué averiguaste?
—Prácticamente nada. Es hermética. Y tan triste que parecía al borde del llanto.
—¿Quizá falleció su esposo? ¿O divorcio doloroso?
—No sé. Pero algo pasa. Quique el fontanero asegura que siempre está sola, y yo he visto hombres entrar.
Dolores guardó silencio, luego preguntó cautelosamente:
—Carmen, ¿no piensas que quizás… pues… ya sabes?
—¿Saber qué?
—Que va gente masculina, tiene dinero, vive sola…
Carmen exhaló:
—¡Dolores! ¡
Carmen López siempre sabe lo que sucede en su bloque de pisos: quién llega tarde, quién discute, quién no llega a fin de mes. Pero de la vecina del quinto, nada sabe. Apareció silenciosamente cuando quedó vacío el piso cincuenta y tres tras morir don Antonio Muñoz. Los sobrinos de Barcelona lo vendieron sin revelar al comprador. “Seguramente especuladores inmobiliarios”, comenta Dolores García junto a los buzones. “Ahora trafican con viviendas como churros”. Pero pronto se supo que alguien vivía allí: música discreta y tacones resonando en las escaleras, lujo inusual en aquel edificio antiguo de Chamberí con ascensor chirriante. La primera vez que Carmen ve a la nueva vecina es por la mirilla: una mujer alta con abrigo beige, pelo recogido y un ramo de rosas blancas. “Gracias”, le dice a un hombre de traje. “Se lo transmitiré”. El hombre asiente y la mujer suspira antes de entrar. “Dolores, ¿has visto a la vecina nueva del quinto?”, pregunta Carmen al día siguiente en el banco de la plaza. “¿Cómo es?” “Unos cincuenta años, elegante, bien cuidada”. “Será rica”, deduce Dolores. “Por eso compró en el centro”. Pero a Carmen le extraña: ¿por qué alguien con dinero viviría en un edificio tan deteriorado? Nota constantes visitas masculinas, siempre bien vestidos y con flores. “¿Artista?”, sugiere Dolores. “¿Artista con ese nivel económico?”, replica Carmen. Su curiosidad aumenta: escucha pasos, sale al momento de oír la basura. Pero la vecina parece esfumarse. La clave llega al cruzarse con Enrique, el fontanero de la comunidad, que va a reparar un grifo al quinto. “Buena señora”, dice él. “Siempre ofrece té y paga extra. Pero vive sola y triste”. “¿Sola? ¡Si van hombres continuamente!”, protesta Carmen. Enrique niega haber visto a nadie. La incógnita se resuelve frente a los yogures en el supermercado. Carmen aborda a la vecina: “¿Usted del bloque? Soy Carmen López, del cuarto”. “Elena Martínez. Encantada”. Carmen nota su belleza ajada por la fatismo profundo en sus ojos castaños. Hay preguntas mal recibidas. Por teléfono, Dolores susurra una teoría sórdida. Carmen la rechaza, pero la
Desde entonces, cada vez que Elena pasa por la puerta de María del Carmen con esa leve sonrisa triste, María del Carmen entiende que algunos dolores solo los calma el paso del tiempo y la dignidad silenciosa, agradecida de haber podido ver más allá de los murmullos cotidianos del vecindario.