¡Anda, tío, te tengo que contar una historia que conocí en el pueblo de SanCebrián y que terminó dando más vueltas que una noria! Resulta que la tía Elvira, una mujer de carácter más fuerte que el viento del norte, le gritó a su hija: «¡Anda ya, esa ancianita no vale nada para nosotras!» La niña, que se llamaba Cruz, se quedó con la cara como si fuera a soltar una lágrima, pero de repente alzó la cabeza y dijo: «Para mí ella es la única Nadie del mundo, y así será siempre».
Todo empezó en la gran familia campesina de Iván de Lúcer. Tenían tantos hijos que todos los hijitos de las hijas se casaron, salvo la más pequeña, María, que era tan callada y humilde que nunca encontró marido. Se decía que su prometido nunca nació o se perdió en alguna parte del mundo. Así que María quedó viviendo con sus padres, mientras los sobrinos que ya vivían en la ciudad (Madrid, por ejemplo) no daban señales de que les llegaran niños.
El primito Antonio, hijo de la hermana mayor, apareció una mañana con una reverencia profunda y una petición enorme: «Tía María, ¿vienes a cuidarme a mi hija? No nos dejan la guardería y mi mujer tiene que volver al curro». María, ya mujer adulta, se puso en un cruce de caminos: sus padres estaban ya viejos, ¿cómo los dejaba? Y la ciudad le daba miedo. Pero Antonio le prometió que cuidarían de los abuelos con todo el cariño, y que él seguiría echándole una mano con la patata y el techo cada vez que fuera necesario.
Los papás de María le dijeron que se fuera a la ciudad, que quizá allí conociera a algún hombre. A decir de la vieja, aunque ya había pasado la cuarta década, todavía tenía esperanzas. María no sabía que ellos ya estaban maquinando cómo que ella viviría sola cuando la enviaran a pasar el fin de semana con ellos. Así, la campesina se convirtió en niñera. Antonio, que ya había pensado en todo, la metió en un curro a tiempo parcial y le prometió que seguiría pagando su pensión.
La hija mayor de Antonio se fue al cole, la segunda apareció al día siguiente, y mientras tanto los padres de María fallecían. María, sin perder el ánimo, pasó de cuidar a los niños de Antonio a los de otro sobrino, como quien pasa la antorcha de una generación a otra. La llevaban de la guardería al cole, y aunque a veces parecía que ya no servía de nada, seguía siendo la mano derecha de la familia.
Un par de años después, los niños de la familia vendieron la casa de campo (un bosque de setas y frutos, con un río a un lado) por una buena pujarra: diez mil euros, que en ese momento parecía una mina de oro. Antonio, con su habitual generosidad, propuso: «Vamos a comprarle a María una habitación, aunque sea pequeña, para que no tenga que vivir bajo el arbusto». Juntaron el dinero y le compraron una humilde habitación en el mismo edificio, con una cama, un armario y una litera.
Al poco tiempo, la hermana de Antonio (la tía Begoña) empezó a preocuparse: «¿Y si la tía Nadie se queda sin nada?». Antonio, con una sonrisa, respondió: «Quien sirva la copa será quien se lleve lo que quede». Pero la suerte no le sonrió a Antonio; a los cuarenta y cinco años le dio gastritis, luego cáncer, y falleció antes de llegar a los cincuenta. Con su muerte, la familia se olvidó un poco de María, que ya estaba en la séptima década y vivía sola en aquella habitación, rodeada de una mesa, un armario y una litera.
Una tarde, mientras hacía la compra, una joven en la cola del supermercado se acercó y le preguntó: «¿Cuida usted niños? Tengo una hijita, una niña pálida que acaba de salir de una operación de corazón, y necesita una niñera que viva con nosotras». María, con la bondad que siempre la ha caracterizado, aceptó al instante. La niña se llamaba Alba y, aunque era muy pequeña, se encariñó con la tía María como si fuera su propia nieta.
Al cabo de un año, Alba tenía ya cuatro años y la relación entre ambas era de una complicidad tremenda. Vivían en la misma habitación, luminosa y grande, y la madre de Alba trabajaba mucho, así que María se encargaba de los ejercicios de respiración, de los paseos lejos de las calles contaminadas y de mantener la rutina. La niña, que empezaba a ser una niña curiosa y vivaz, cada noche le pedía: «Tía María, cuéntame una historia». Y María, con su voz grave y su humor seco, le narraba anécdotas de su vida, incluso del día en que, de regreso de un barco con su sobrino, le dejó a una bebé llamada Alona en su regazo y se la entregó sin decir adiós.
Alona resultó ser la hija de Oleg, un estudiante de medicina que había abandonado a la niña en el puerto porque temía que sus padres la echan de casa. Oleg, al ver la mirada firme de María, le dijo: «Necesito que mi hija esté a salvo, que alguien la cuide». María, con el corazón abierto, tomó al bebé y, aunque era ciega, sabía cómo envolverla, cantarle y darle de comer con biberón y leche en polvo. Oleg desapareció en la niebla del río, pero dejó una bolsa con ropa de bebé, leche en polvo y un termo de agua caliente. María la cuidó como si fuera su propia hija.
Los años pasaron, y la vida siguió su curso. Cruz, ya adulta, se enamoró de Andrés, un joven ingeniero que volvía a menudo de la obra. Un día, le anunció a su madre: «¡Mamá, Andrés me ha pedido matrimonio! El fin de semana vienen los padres a conocernos, y quiero que lleve a la tía María también». Pero la madre, Elvira, la recibió con un grito: «¡Esa anciana no nos sirve!». Cruz, con los ojos llenos de lágrimas, replicó: «Para mí ella es la Nadie más querida del mundo». Y la discusión terminó con que María fue encerrada en el trastero, convertido en habitación oscura, bajo la excusa de que «la ciega no necesita luz».
Al final, la familia se dio cuenta de que, sin María, todo se había puesto patas arriba. La tía se volvió la pieza clave del recuerdo y del cariño. Cuando Cruz se fue a vivir con Andrés y se casó, la familia decidió que la casa de los abuelos se vendería y se usaría el dinero para pagar la residencia de ancianos donde María podría vivir tranquila. Pero María, con su carácter fuerte, prefirió quedar en su pequeño cuarto, donde el aroma de las hierbas secas y las flores de azahar le recordaba los campos de su infancia.
Así, la ancianita que una vez fue tachada de «Nadie» acabó siendo la heroína silenciosa de una saga familiar que, entre farmacias de Madrid, barcos del Cantábrico y habitaciones de alquiler, se mantuvo viva a través de cuentos, lágrimas y algún que otro chascarrillo. Y, aunque se fue a los noventa y dos años, murió tranquila, sin quejarse, con una sonrisa en los labios, como siempre había vivido: con la luz de los recuerdos y el perfume de la tierra bajo los pies.
Te cuento todo esto porque, al día de hoy, cada vez que paso por la calle y escucho a alguien decir «¡Qué vida la de la tía María!», recuerdo que a veces los que parecen no valer nada son, en realidad, los que sostienen todo el mundo. ¡Un abrazo!






