La Misteriosa Aventura de la Pequeña Roja

**Entrada del Diario: La Pequeña Mariona**

La vieja Eulalia se secaba las lágrimas que corrían por sus mejillas pálidas, marcadas por profundas arrugas. Movía las manos sin parar, murmurando palabras incomprensibles, como un niño balbuceante. Los hombres del pueblo se rascaban la cabeza, desconcertados, mientras las mujeres a su alrededor intentaban entender a la anciana.

Desde el amanecer, Eulalia había recorrido el pueblo como una loca, golpeando ventanas y llorando desconsoladamente. Nunca había hablado, y muchos pensaban que su mente no era de este mundo. Por eso, aunque no la maltrataban, la evitaban. Sin saber qué hacer, mandaron buscar a Felipe, el único que entraba en su casa. Un borrachín y bromista, pero que la ayudaba a cambio de cena y una botella de aguardiente.

Al llegar, Felipe, aún resacoso y mal afeitado, se abrió paso entre la gente. Eulalia se lanzó hacia él, sollozando y agitando las manos frenéticamente. Solo él podía comprenderla. Cuando terminó, el rostro de Felipe se tornó sombrío. Se quitó la gorra y miró a los demás.

—¡Venga, di algo! —gritaron desde la multitud.

—¡Mariona ha desaparecido! —anunció, refiriéndose a la nieta de siete años de Eulalia.

—¿Cómo? ¿Cuándo? —exclamaron las mujeres.

—Dice que su madre vino por ella anoche —murmuró Felipe, pálido.

Un murmullo recorrió la gente. Las mujeres se persignaron, los hombres encendieron cigarrillos con manos temblorosas.

—¿Cómo va a llevarse a una niña una muerta? —dijo alguien incrédulo.

Todos sabían que la madre de Mariona, Gloria, se había ahogado en el pantano tres meses atrás. También muda de nacimiento, había ido a recoger bayas con otras mujeres y nunca regresó. Se perdió en la espesura, pisó la ciénaga y, al no poder pedir ayuda, quedó atrapada. Así, Marionita se quedó sola, una carga más para Eulalia. Gloria jamás reveló quién era el padre. Muchos susurraban que quizás era Felipe, pero él siempre lo negó.

Eulalia volvió a gemir y agitó las manos.

—¿Qué dice ahora? —susurraron las mujeres.

—Cuenta que Gloria venía cada noche a la casa. Eulalia encendía velas y quemaba cruces en las puertas para protegerse. Pero Gloria no se rendía: llamaba a su hija en voz baja, golpeaba las ventanas. Esta noche, estuvo horas bajo la luna, pálida, con los ojos sin vida, susurrando.

Eulalia intentó apartar a Mariona de la ventana, pero, al descuidarse un instante, la niña desapareció.

—¡Hay que buscarla! —gritó Felipe, sudando.

Los hombres se separaron: unos por escopetas, otros por perros. Hasta Felipe, dejando el resacón, corrió a prepararse.

Revisaron el pueblo, el cementerio… Nada. Solo quedaba el bosque y el maldito pantano donde yacía Gloria. Tras un cigarrillo, partieron.

Cerca del bosque, hallaron huellas de pies pequeños. Los perros ladraron y corrieron hacia los árboles, pero parecían perdidos, como si algo los engañara. Al anochecer, exhaustos, se rindieron. Solo los más jóvenes continuaron.

Felipe caminaba con cuidado, evitando la ciénaga. De pronto, un graznido rasgó el silencio. Un cuervo enorme, posado en un pino, lo observaba con ojos brillantes.

—¿Dónde estás, Mariona? —musitó Felipe.

Entonces, la vio. Acurrucada entre las raíces, estaba la niña.

—¡Mariona! —susurró, aliviado.

La levantó, envuelta en su camisa.

—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó, sin esperar respuesta.

—Vine con mamá —dijo ella, sorprendiéndolo.

Felipe casi la soltó.

—¡Milagro! —exclamó.

—Mamá es la esposa del espíritu del pantano —continuó Mariona—. Quería llevarme con ella, pero el abuelo no la dejó.

—¿Qué abuelo? —preguntó Felipe, confundido.

—El hombre del bosque. Muy viejo, pero sabio. Dijo que no debía matarme, que yo serviría a los vivos. Luego sopló, y pude hablar. ¡Ahora sé todo!

—¿Qué sabes? —tragó saliva.

—Que los árboles hablan y las hierbas susurran. Y que tú eres mi padre —dijo, abrazándolo.

Felipe se quedó mudo.

—¿El hombre del bosque te lo dijo? —preguntó, arrodillándose.

Ella asintió.

«¿Será cierto? —pensó—. Con Gloria solo pasó una vez. Después, me evitó. Quizás por eso la niña se parece a mí…».

Mariona le tendió una baya roja.

—Cómela —ordenó—. El abuelo lo mandó.

Felipe la probó y frunció el ceño.

—Agria.

—Ya no beberás —anunció ella, tomándolo de la mano.

Él no lo creyó, pero cumplió. Dejó el alcohol, crió a su hija con amor, y ella cumplió su destino: curó a la gente, habló con los animales, y nunca temió al bosque.

Como si alguien la protegiera.

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