La mentira que cuesta demasiado

Hoy ha sido un día que jamás olvidaré. Estaba limpiando la bañera cuando Adrián irrumpió en el piso, el rostro desencajado entre la rabia y el pánico.

—¿Qué has hecho? —gritó, cerrando la puerta de golpe.

Me enderecé de inmediato y salí al pasillo.

—¿Qué pasa? —pregunté, totalmente confundida.

—¡¿Por qué fuiste a verla?! —rugió, clavándome la mirada.

—¿A quién? —mis ojos se abrieron como platos.

—¡A Leonor! ¡Te lo dije claramente! ¡Que no te metieras!

—Adrián, ¿puedes explicarte bien? —intenté calmarlo.

—¿Se lo contaste? ¿Lo nuestro? —Respiraba agitado, limpiando el sudor de la frente con el antebrazo.

—Sí, se lo dije. Y lo entendió, ¿sabes? Dijo que no se interpondría en nuestra felicidad. ¡Hasta estoy mirando vestidos de novia! Mira qué maravilla…

—¿Novia? ¿Boda? —Soltó una risa nerviosa—. Lucía, ¿te ha dado un golpe de calor?

—Pensé que me lo agradecerías —dije, sincera—. Quería evitarte el sufrimiento. Decías que ella era frágil, que no lo soportaría si la dejabas. Pero es fuerte, Adrián. Te ha soltado ella misma.

Se dejó caer en el sillón, luego se levantó y me miró como si no me hubiera visto nunca antes.

—No lo entiendes… —No terminó la frase. Cogió su mochila y se marchó sin cerrar la puerta.

No podía dejar a Leonor. Ni ahora, ni nunca. Porque fue ella quien lo sacó del pozo cuando solo le quedaban miserables quinientos euros en la cartera. Le dio todo: trabajo, techo, un coche, estatus. Todo lo que había soñado mientras compartía piso con un amigo en un barrio mediocre.

Antes, era un simple comercial, viviendo al día, privándose de cenas para tomar un café en alguna terraza. Las chicas lo miraban, pero nunca pasaba nada: o vivían en habitaciones alquiladas o viajaban horas en cercanías. Él quería más: elegancia, comodidad, el sabor del éxito.

Un día, entró en un gimnasio con una clase de prueba gratuita. Allí vio a Leonor: alta, cuidada, segura. Diez años mayor, pero con un magnetismo imposible de ignorar. Y lo mejor: dinero. Tenía su propia empresa.

Se las ingenió para cruzarse con ella “casualmente”. Un día, Leonor le ofreció un puesto con el doble de sueldo. Luego, una casa. Después, el coche. Hasta que un día amanecía en su cama, usaba su vehículo, trabajaba en su negocio. Todo decidido por ella. Solo le quedaba asentir.

Pero la buena vida le corrompió. Empezó a creer que merecía aún más. Así llegué yo: joven, alegre, sin ataduras. Nos veíamos a escondidas. Sabía de Leonor y quería que la dejara. Él titubeaba.

Hasta que, cuando le dije que estaba embarazada, desapareció. Ignoró mis llamadas. Y yo… fui a ver a Leonor.

Pero ella no lloró. No hubo escenas. Solo escuchó en silencio, me dio las gracias y dijo:

—Si van a tener un hijo, debe estar con su padre. No me interpondré. Ni un minuto.

Cuando Adrián volvió, las maletas esperaban en la entrada. Leonor le dio las llaves y le deseó suerte. Balbuceó que todo era mentira, que yo lo había tendido. Nadie lo escuchó. Se fue: sin trabajo, sin coche, sin hogar.

Al anochecer, encontró una habitación en una residencia. Dos semanas después, lo contrataron en una tienda de muebles como “asesor comercial” —en realidad, solo explicaba la diferencia entre sofás—. Me bloqueó, enviándome un último mensaje: “Resuélvelo tú sola”.

No se sentía culpable. Para él, la culpa era de todos: las mujeres, las circunstancias… menos suya.

Yo descubrí poco después que el test dio falso positivo. No había bebé. Pero el dolor seguía ahí.

—Creí en él —lloré ante mi amiga—. Me usó.

—Lucía, eres una mujer adulta —dijo ella, negando con la cabeza—. ¿Crees en cuentos de hadas? ¿En el “chico indispensable” de una empresa? No seas Pinocho con tacones.

—Pero yo confié…

—Exacto. Y te equivocaste.

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