LA MEJOR AMIGA

Alba, me caso dijo Vera con una sonrisa que temblaba como una lámpara de aceite en la noche el sábado que viene. ¿Vendrás? Me haría muchísima ilusión verte.

¿Estás de broma? ¿Tú? ¿Con quién? ¿Así, de improviso? el corazón de Alba se enfrió al oír aquella noticia, como si la amiga le hubiera traicionado el sueño.

Ni siquiera imaginó lo doloroso que le resultaría escuchar aquello. Desde siempre había mirado a Vera con lástima, dudando que alguien la cogiera de la mano para ser su esposa.

¿De improviso? Llevamos medio año con Íñigo contestó Vera.

¿Y tú callabas? ¿Quién es? No lo he visto nunca. ¿Dónde lo escondes?

¿Esconder? soltó una carcajada Vera. Compartimos oficina. Nos cruzamos en los pasillos y, sin avisar, él me pidió… y acepté.

¿Él también es pintor, como tú? frunció los labios Alba, escéptica.

Íñigo lo maneja todo: la empresa constructora donde yo trabajo, la obra, los planos Él es el capitán de ese barco.

Alba se quedó sin aliento, sin saber qué responder. Observó a su amiga, intentando descifrar si era una broma. Pero Vera parecía serena, y se notaba que no estaba allí para jugársela.

Se conocieron en la misma escuela, desde sexto de primaria. Alba siempre había sido la mejor: aprendía con facilidad, era más guapa y estilizada, vestía con más elegancia, y los chicos giraban a su alrededor como mariposas. A Vera nadie le prestaba atención; ella la compadecía, pensando que la vida y la naturaleza se habían burlado de ella. Sin rostro atractivo ni figura, estudiaba con poco empeño y, tras terminar la secundaria, se metió a ser albañilayesera.

¿No habrá una profesión más interesante? preguntó Alba entonces. ¿Podríamos cambiarnos de rama?

¿Para qué? Mi madre lleva toda la vida trabajando en la obra. Yo también lo hice. respondió Vera.

¿Pasarás toda la vida en el polvo? ¡Qué asco! ¿No quieres una ocupación más moderna, en una oficina limpia, rodeada de gente culta? Yo quiero estudiar diseño.

En diseño no entiendo nada. Yo he ayudado a mi madre a pintar y a enlucir. Me gusta. Ya sé mucho, y además con mis notas no entro en la universidad.

Alba tampoco ingresó a la universidad, pero no se rindió. Primero terminó el instituto y luego, con notas altas, accedió al grado de diseño que tanto anhelaba. Aunque sus caminos académicos se separaron, siguieron viéndose frecuentemente y mantuvieron su amistad.

Alba era muy sociable y a menudo invitaba a Vera a salir con grupos alegres. En esa compañía Vera destacaba y recibía mucho interés de los muchachos. Alba, segura de sí misma, estaba convencida de que se casaría con un joven lindo, adinerado y con futuro.

Y entonces, de repente, la noticia… ¿Cómo pudo suceder? ¿Dónde quedó la justicia? La fea Vera decidió superar a su amiga.

¿Vendrás al matrimonio? volvió a preguntar.

Claro, ¡no lo dudaría! respondió Alba decidida. ¿Te presentaré al novio?

Por supuesto.

Alba imaginó a Íñigo como un anciano calvo, gordito, casado con Vera solo para ahorrar en los trabajos de pintura de las chalets que se construían. Pero, al revés, Íñigo resultó ser un joven barbudo, no del todo esbelto pero sí simpático y risueño. Lo miraba a su prometida con adoración, sin notar a los demás.

En la boda Alba giraba alrededor de su amiga, intentando captar la atención del novio, pero él solo tenía ojos para Vera. La madre del novio, Teresa, lo vio.

¿Qué haces, niña? empujó a Alba. Mira, soy una simple obrera, pero puedo arreglarte el cabello en un abrir y cerrar.

No entiendo…

Lo sabes bien. No te advertiré dos veces.

Pero mi novio no es como el tuyo mintió Alba. También nos casaremos pronto.

Entonces juega con él sonrió Teresa, vigilando a su hija toda la noche.

Alba no podía calmarse; su ego estaba herido. Acababa de romper con su último novio, un desempleado que su madre había tratado de emparejarla. Vera, por su parte, había atrapado a un chico guapo que, sin Alba a su lado, la había escogido.

Tras la boda, la pareja se mudó al piso de Íñigo, y Alba se convirtió en una visitante frecuente. Mostraba un falso afecto a Vera, con la esperanza de despertar el interés del marido. Íñigo pasaba horas en la obra; Vera sufría una fuerte náusea posparto. Alba, cada vez más segura, decía:

Déjame preparar la comida, Vera, si los olores te molestan.

No puedo ni mirar la comida aceptó Vera. Le pedí a Íñigo que fuera al café mientras paso esto.

El café está caro; la comida casera siempre es mejor. No te preocupes, lo haré.

En el momento justo, Vera dio a luz a una niña, María. La ayuda de Alba volvió a ser útil. Ambas abuelas eran jóvenes y solo trabajaban los fines de semana. Alba, aún estudiante, escapaba de las clases para estar cerca de Íñigo, pero él permanecía indiferente a sus encantos, lo que sólo avivaba su empeño.

Descansa, yo paseo con el bebé le sugería Alba a Vera, empujando el cochecito al aire libre.

Vera, agotada tras el parto, aceptó. Alba sincronizaba los paseos con la hora en que Íñigo volvía de la obra.

Mira, María, viene tu papá. decía, mientras Íñigo se acercaba al cochecito.

¿No duerme? saludó, mientras la madre se quejaba de lo difícil que había sido el parto. Vamos a alimentarla, hice un guiso de ternera.

A pesar de los esfuerzos, la relación entre Íñigo y Alba siguió siendo solo de amistad. Él adoraba a su esposa y a Alba solo le ofrecía una sonrisa cortés. Decidió intensificar su presencia, y un día se topó con Teresa.

¿Qué haces aquí? exclamó la madre de Vera, tras entrar a la casa tras el trabajo. ¿Le estás haciendo la vida imposible a mi hija?

Madre, Alba me ayuda mucho. No podría hacerlo sola respondió Vera.

¿La has contratado como empleada? ¿No tienes idea de lo que haces? ¿Vas a quedarte sin marido?

¿Por qué me insultas siempre? estalló Alba. Solo quiero ayudar.

Sé lo que quieres. Vi en la boda cómo te lamías los labios mirando a Íñigo. Lárgate mientras puedas…

La madre empujó a Alba fuera del apartamento.

No seas una tonta la regañó. No ves a dónde puede llevarte esto. Los hombres son débiles; pronto terminarás como una madre soltera.

Si se va, no me ama. No lo obligaré. replicó Alba, sintiéndose herida. Pero tú te equivocas, me ha ayudado mucho.

Eres una niña tonta. No escuchas a tu madre, luego te lamentas. ¡Fuera de aquí!

Ya no vendrá suspiró Vera, triste.

Sin embargo, Alba apareció antes de la hora habitual, cuando todos estaban en el trabajo y nadie podía interrumpir sus planes. Vera acababa de arrullar a María y se movía sigilosamente en la gran habitación, temiendo despertar al bebé.

Temía que no vinieras confesó, culpándose por la escena que su madre había provocado.

Alba se sentó en el sofá, cruzando las piernas.

Tu madre dice la verdad entrecerró los ojos. Sólo tú no lo ves. Íñigo y yo nos amamos desde hace tiempo, pero él tiene miedo de confesártelo. Te compadece, pobrecita, con esas piernas torcidas. ¡Qué risa! Una pintora de paredes.

¿Y a quién le sirvo? replicó Vera, entre lágrimas. Solo a él por conveniencia.

Dios mío… susurró Vera, pálida. Por favor, cállate.

He guardado silencio demasiado tiempo, pero ya no puedo dijo Alba. Íñigo y yo tendremos otro hijo. Él solo me ama a mí, de verdad. Déjalo ir, no lo tortures.

En ese instante, la puerta se abrió. Íñigo entró, había venido a almorzar y, sin esperarlo, presenció la escena sucia. Se acercó silencioso a Alba, la abrazó y la condujo fuera. Ella, atónita, lo siguió mientras él le quitaba los zapatos, abrió la puerta y señaló el camino.

No vuelvas aquí le dijo, mientras cerraba la puerta tras ella.

Regresó a la habitación donde Vera sollozaba. Íñigo, con voz dura como nunca, le dijo:

No creas en nada de lo que escuchaste. No hubo nada entre nosotros. No te sirvo, no me atraes.

No lo creo sollozó Vera. ¿Por qué me odia tanto?

Simplemente celos respondió él, levantándola y llevándola al dormitorio, intentando consolarla.

Nueve meses después, en esa familia feliz nació Lucas, con los mismos ojos que su padre. Alba había desaparecido del radar de Vera; ya no le importaba. No necesitaba más ayudantes.

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