La mansión que devolvió la vida

La mansión que devolvió la vida

Andrés Martínez acababa de colgar su diploma de arquitectura con sobresalientes y soñaba con su propio taller, con proyectos que cambiarían la cara de Madrid. Pero los sueños tuvieron que esperar. Su madre, Carmen, tras treinta años trabajando en una fábrica de productos químicos, cayó gravemente enferma. Los médicos se quedaban de brazos cruzados, sugiriendo un costoso tratamiento en el extranjero, pero el bolsillo no alcanzaba ni para un billete de avión.

Así que Andrés se internó en una oficina de proyectos corriente. Dibujaba cubículos idénticos, odiaba cada trazo. El dinero se lo tragaba el medicinas y la cuidadora. Cada día la salud de Carmen se apagaba un poco más y, con ella, la fe de Andrés en el futuro.

Al terminar la jornada, se sentaba al pie de la cama. Carmen le miraba con los ojos nublados y murmuraba:

Perdóname, hijo, por ser una carga.

No digas eso, mamá. Todo irá bien le contestaba Andrés, aunque su mirada se perdía por la ventana y sentía una presión en el pecho.

Se volvió más introvertido y nervioso. Para despejar la mente empezaba a volver a casa a pie por caminos largos, atravesando barrios antiguos y olvidados. Una tarde, en una de esas callejuelas, tras un viejo muro con la pintura descascarada, divisó lo que buscaba.

Entre las ramas secas de un jardín en desuso se asomaba una mansión. No era una casa abandonada cualquiera, sino el fantasma de una antigua elegancia. El yeso roto dejaba al descubierto ladrillos, los dinteles ennegrecidos por el tiempo, pero en la cornisa del frontón y en los barrotes forjados del balcón se adivinaba un diseño único, casi una canción tallada en piedra. No era lo típico de la ciudad; era una obra que nadie quería escuchar.

Andrés se quedó paralizado, hipnotizado. Su mirada de arquitecto empezó a medir proporciones, a imaginar los detalles perdidos. Sacó su cuaderno de notas, siempre a mano, y garabateó rápido, casi febril, temiendo que la visión se escapara.

Desde entonces, su ruta de paseos no cambió. Día tras día volvía a la mansión, se quedaba largos minutos frente a ella, trazando nuevos bocetos. Era una locura, una fuga de la realidad, pero la única cosa que le hacía sentir que no era un simple dibujante de oficina, sino un verdadero arquitecto.

Una mañana, cansado de resistirse al llamado, empujó la pesada y chirriante verja y entró al patio. El sendero estaba cubierto de hierbas y ortigas. Rodeó la casa en busca de una entrada. Un hueco trasero estaba entreabierto probablemente usado por vagabundos o adolescentes.

El corazón le latía a mil por hora al cruzar el umbral. Dentro olía a humedad, polvo y silencio. La luz tenue se colaba por ventanas tapadas con tablas, revelando entre sombras restos de la antigua opulencia: un trozo de cornisa de yeso, fragmentos de azulejos pintados, una puerta de roble tallado.

Sacó la linterna del móvil y siguió adentrándose. En una gran sala con una chimenea derrumbada, sus ojos se posaron en una vieja carpeta tirada en un rincón bajo un montón de yeso caído. La levantó. El cuero estaba agrietado, las hojas amarillentas, pero al abrirla descubrió planos. Era el proyecto original de la mansión, obra de su creador.

Andrés se arrodilló en el suelo, sin importarle la suciedad, y empezó a pasar las páginas. El tiempo desapareció. No solo había cálculos y esquemas, sino bocetos de fachadas desde diferentes ángulos, y hasta un retrato a lápiz de un joven ingeniero con gorra, probablemente el autor que dio vida a esas paredes.

Su móvil sonó. Era la cuidadora: la salud de Carmen había empeorado, hay que ir ya a la farmacia. Un sobresalto lo sacudió. Con delicadeza, como si fuera una reliquia, guardó la carpeta bajo la chaqueta y salió corriendo, con una extraña pesadez en el pecho no solo por la mala noticia, sino por la repentina responsabilidad que había caído sobre sus hombros.

Esa noche, tras administrarle la medicación, se sentó a la mesa. En lugar de los aburridos planos de la oficina, extendió los bocetos salvados. No estaba diseñando, estaba casi excavando, adivinando, reconstruyendo. Una arco aquí, una ventana más alta, un vitral allí. Dibujó hasta el amanecer, sin percatarse del cansancio, y sintió una ligereza en el alma que hacía meses no conocía. No había encontrado solo papeles viejos, sino a sí mismo.

Al día siguiente, Carmen, al verlo concentrado, preguntó:

¿Qué es eso?

Una casa vieja. La estoy restaurando respondió Andrés con cierta desgana.

Muéstrame.

Él le mostró los bocetos, describiendo cómo era y cómo podría ser. Ella, que rara vez se interesaba en nada, escuchó con atención y formuló preguntas. En sus ojos se reflejó, por un instante, la luz que había perdido.

Qué bonito dijo en voz baja. Muy bonito. Qué pena que vaya a morir.

Esa misma noche la enfermedad de Carmen se agravó. El número de urgencias, las paredes blancas del hospital. Andrés vigilaba la cama cuando salió el médico:

La crisis ha pasado, pero le quedan pocas fuerzas. Manténganse firmes.

Salió del hospital con un vacío dentro. El ruido de la ciudad le parecía ajeno e inútil. Caminó sin rumbo hasta la mansión, como animal herido que busca refugio. Apoyó la frente contra la fría y rugosa pared y cerró los ojos.

«Qué pena que vaya a morir», resonaban las palabras de su madre en su cabeza.

No. No podía permitir que ni ella ni la casa desaparecieran. Pero, ¿qué podía hacer? Solo, sin dinero, sin contactos.

Entonces se le iluminó la idea. Sacó el móvil y, recordando una noticia que había leído una semana antes sobre la conservación del patrimonio, encontró el artículo de la periodista Elena Soriano, que protestaba contra la demolición de otra finca histórica para erigir un centro comercial.

Con el corazón agitado marcó el número que aparecía.

¿Aló? respondió una voz femenina joven.

¿Elena? Buenas, soy Andrés Martínez, arquitecto. He encontrado una mansión única que corre peligro. No sé a quién más acudir

Habló entrecortado, temiendo que colgara. Después de un silencio, la periodista preguntó:

¿Dónde está? ¿Puedes mostrarme?

Una hora después, Elena estaba allí, con cámara y grabadora. Andrés la guió por el jardín rebelde, le mostró la carpeta, los fragmentos de decoración. Le habló del concepto del autor, del espíritu del sitio. Los ojos de Elena brillaban como los de un cazador de historias.

Es un drama perfecto comentó, enfocando la columna caída. Belleza abandonada, joven arquitecto que intenta salvarla solo ¿Te importa que cuente tu historia?

Dos días después, apareció en el portal del ayuntamiento un artículo titulado: «Arquitecto solitario rescata una joya: la historia de una mansión que la ciudad podría perder para siempre». Elena destacó no solo la casa, sino al protector: un joven talentoso que, entre el cuidado de su madre enferma y una lucha en solitario, defendía el patrimonio cultural.

El artículo se volvió viral. Lo compartieron en redes, lo comentaron en foros locales. Al día siguiente, un excompañero de la universidad, que trabajaba en una gran consultora, le escribió: «Andrés, ¿es sobre ti? He hablado con mi jefe, está sorprendido y quiere ayudar».

Esa misma tarde sonó el móvil con un número desconocido. Era desde el hospital.

Andrés, le habla Arsenio Pavón, del Fundación Patrimonio. Hemos visto el artículo, nos ha conmovido su dedicación. Estamos dispuestos a financiar totalmente la restauración de la mansión bajo su supervisión. Además, podemos ayudar a su madre con tratamientos en clínicas asociadas, incluso en el extranjero. ¿Cuándo nos reunimos?

Andrés se quedó sentado al borde de la cama de su madre, sin saber qué decir. Miró su rostro dormido.

Ya no estaba solo. Su silenciosa y desesperada lucha había sido escuchada. Y ahora tenía todo lo necesario para salvar sus dos tesoros: a su madre y su sueño.

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