**LA PALMITA: HISTORIA DE UNA FAMILIA NO PLANEADA**
Aquél verano me escapé. Simplemente hice la maleta, cerré la puerta y me fui con mi marido. Tenía veintidós años. Al despedirme, mi madre me gritó a la espalda:
—¡Puta! ¡Y ni se te ocurra volver cuando te lo cargues encima!
Caminaba, apretando el asa de la maleta, y pensaba: «Qué raro, si tú misma querías nietos…». La maleta, pobre, no había hecho nada malo, pero mi madre la pateó con la zapatilla como si fuera la culpable de su soledad.
Me daba pena, lo juro. Pero vivir con ella era insoportable. Soñaba con irme desde los dieciséis. Y al fin, el sueño se cumplió. Me convertí en una traidora.
Mi madre ya no tenía a nadie a quien controlar, educar o sermonear. Intentó reemplazarme con los vecinos, pero resultaron ser tan egoístas como yo: comían, pero no obedecían. Cerraban puertas. Se iban.
Se puso enferma. Enferma a su manera: dramática, manipuladora, quejumbrosa. Empezaron las pausas amenazantes en las llamadas, los teléfonos colgados, el eterno olor a Valocardín. Vivía con culpa.
Un día comprendí: necesitaba un nuevo “hijo”. Alguien que la enfadara, la desafiara, la educara y le diera un propósito. Entonces le dije a mi marido:
—Mañana vamos a El Rastro. A comprar un gato para mamá.
Asintió. Tenía la boca llena de cocido y ensaladilla rusa, y discutir, cuando pasas de los fideos de estudiante a comida casera, es imposible. Solo mascaba agradecido. Yo lo educaba, como ella a mí. El círculo se cerraba.
El sábado por la mañana fuimos. El Rastro nos recibió con olor a estiércol, algazara de voces, calor y humedad. Me mareé al instante. Primero pensé que era por el hambre: entonces adelgazaba, como todas las chicas “sensatas”, bebía kéfir en lugar de comer. Pero supe que no era el kéfir.
Era desesperación.
En jaulas, cajas, rincones, se vendía necesidad. Ladridos, maullidos, gritos, chillidos. Era la soledad hecha carne. Me miraba con ojos suplicantes. La cabeza me daba vueltas de verdad.
Recorría los puestos pensando: «Abrir las puertas… gritar: “¡Corred! ¡Yo los detendré!”». Pero no lo hice. Caminaba cabizbaja bajo la mirada de cientos de condenados.
—Vámonos —dije.
—¿Sin gato? —preguntó él.
—Vale, ese —señalé una jaula cercana.
Dentro había una cara peleona, toda manchada, con mirada de “¿Qué queréis?”. El vendedor dijo:
—750 euros. Es un bengalí.
No sabía qué era un bengalí. Pensé: raza o insulto, como “¡Esto es el colmo!” Apenas empezábamos a ganar algo. Ahorrábamos para mi abrigo de invierno. Y 750 euros por un gato. Era todo el invierno en una compra.
—Lo llevamos —dije de pronto. Hasta yo me sorprendí.
—¿Estás loca? —suspiró mi marido—. El amor es gratis.
—Pero no todo —repliqué—. ¡Este tiene pedigrí!
Discutimos. Entonces, algo se movió bajo el mostrador. Un gatito. Gris, pelado, con ojos como platos. Saltó y se aferró a mi pierna.
—¿De quién es? —pregunté.
—De nadie. Tiene tiña, callejero. Tíralo —se encogió de hombros el vendedor.
Mi marido lo miró y dijo:
—Este sí es para tu madre. Sobrevivirá hasta en el infierno.
Nos entendimos sin palabras.
El gatito se acurrucó en mis manos, patitas recogidas. Era ridículo, pero tierno. Sin papeles, sin raza… pero auténtico.
—¿Directo a casa de tu madre? —preguntó.
—No. Hay que bañarla, curarla, arreglarla. Ni los papeles del pasillo lo aguantarían.
En casa descubrimos que era hembra. Veloz, traviesa, como un huracán. En una noche rompió mis medias, dejó pelo en el jersey de él, arrancó el empapelado y dio un salto mortal.
La curamos. Baños, veterinario, collar antipulgas. Y un nombre: Lola. Diminutivo: La Palmita. Porque cabía en una mano. Tan pequeña…
En una semana ya era parte de la casa. Despertador, cómica, terapeuta. Ronroneaba como aspiradora al comer. Dormía panza arriba, patas abiertas. Se escondía en la ropa y nos acechaba bajo el baño.
Llegó el día de llevarla a mi madre. Le escribí: «Tenemos una sorpresa». Empezamos a prepararnos… y no podíamos. Me dolía la cabeza, como siempre con ese maldito kéfir. Y La Palmita saltaba por el piso, persiguiendo su sombra. Tenía planes.
—Tú la coges —dijo mi marido—, no quiero ser cómplice.
Salimos. El calor abrasaba por el parabrisas. La Palmita jadeaba, panza al aire, pidiendo caricias.
—Diremos que es de raza. Siberiana. Muerde —murmuró él.
No me hizo gracia. Me miró. Lo entendió. Volvimos a casa en silencio.
—A tu madre le buscamos otro…
Desde entonces, La Palmita vive con nosotros. Ya tiene ocho. Tiene pasaporte, cumpleaños (el día que la encontramos), juguetes, vacunas y su propio sofá. Gracias a ella supimos que seríamos buenos padres. Y nos animamos a tener hijos.
Es nuestro milagro peludo. Sin raza. Sin pedigrí. Sin pretensiones.
Pero con alma. De las de verdad. Como la vida.