La mañana se colaba lentamente entre las persianas bajadas, llenando la habitación de una luz grisácea y fría. Marta ya estaba sentada al borde de la cama, vestida y con el pelo recogido, como si fuera a emprender un viaje largo. En cierto modo, así era. Ya no se trataba de una huida, sino de una despedida. Una despedida de esa versión de ella misma que, durante años, había callado, acumulando cansancio, descontento y la falta de un simple reconocimiento.
Cogió el bolso pequeño del recibidor, ese que solo usaba en ocasiones especiales, y salió sin hacer ruido. Laura dormía. Claro. Después de otra larga jornada “en la oficina”, necesitaba descansar, pero su descanso siempre se había construido sobre los hombros de una madre que nunca descansaba.
Marta no dejó ninguna nota. Nada dramático. Simplemente se fue.
Subió a un tren con destino a Granada, donde vivía su hermana, Lucía. No se veían desde hacía más de dos años, y la llamada del día anterior había sido breve:
¿Puedo ir? Necesito marcharme por mí.
Lucía solo dijo:
Ven. Cuando quieras. Sin preguntas.
La casa de Lucía era cálida y luminosa, oliendo a café recién hecho y pan recién horneado. Allí nadie la regañaba por olvidar sacar la basura. Nadie se quejaba de que “no hacía nada en todo el día”. Los dos primeros días, Marta durmió. De verdad. Durmió profundamente, sin interrupciones, como si todos esos años de agotamiento la reclamaran ahora, exigiendo su derecho al descanso.
Al tercer día, Lucía la llevó al centro de la ciudad. A la librería. Ese lugar donde Marta recordaba su sueño de juventud: trabajar entre libros, entre su aroma, entre el orden de los estantes. Y, sobre todo, la tranquilidad.
Tienes tiempo. Puedes empezar desde cero le dijo Lucía.
Y Marta empezó. Con un buen café, con un libro de poesía, con un paseo por las calles tranquilas. Empezó con cosas pequeñas, pero que contaban: un jersey cálido elegido para sí misma, una buena crema de manos, un ramo de flores solo para ella.
Mientras tanto, Laura enviaba mensajes. Al principio fríos:
*”Al menos dime si vas a volver a casa o no.”*
Luego más inseguros:
*”Siento si te he hecho daño No me di cuenta.”*
Y finalmente:
*”Mamá, te echo de menos. ¿Podemos hablar?”*
Marta leyó cada mensaje varias veces. Luego los guardó. Quiso responder, pero entendió que, por primera vez, no tenía que apresurar el perdón. Ni fingirlo. Laura necesitaba aprender la paciencia que su madre había llevado durante décadas.
Una semana después, volvió a Madrid. No por Laura. Por ella misma.
En el piso vacío, todo estaba en su sitio. Laura no estaba. Sobre la mesa de la cocina, una nota:
*”Por favor, perdóname. No supe ser hija. Espero hablar cuando estés lista. Laura”*
Marta no lloró. Solo sintió un nudo cálido en el pecho. Una emoción desconocida: tal vez, un atisbo de esperanza. Pero ahora sabía algo con certeza: el perdón no es una obligación. El respeto se aprende. Y el amor verdadero no exige sacrificio.
En los meses siguientes, Laura empezó a visitarla cada vez más. Al principio tímida, torpe. Le traía flores, luego cocinaba para ella. Después preguntaba con sinceridad:
Mamá, ¿quieres que haga algo por ti hoy?
No era perfección. No todo estaba arreglado. Pero era un comienzo.
Marta había aprendido a decir “no”. Un día, cuando Laura colgó la ropa sin que se lo pidieran, Marta la miró fijamente y sonrió.
Gracias, Laura. Por primera vez, siento que me ves.
Y Laura dejó la percha y abrazó a su madre. Con fuerza, con sinceridad.
Te veo, mamá. Y siento que haya tardado tanto.
En el corazón de Marta, ese silencio doloroso que la había acompañado tanto tiempo se convirtió, al fin, en una paz cálida. Una en la que ya no estaba sola.