La mañana nos sorprendió en un camino polvoriento que salía del pueblo. En una mano sostenía la pequeña palma de Sonia, y en la otra, una maleta ligera llena más de esperanzas traicionadas que de pertenencias.

La mañana nos sorprendió en un camino polvoriento que salía del pueblo. En una mano sostenía la manita pequeña de Lucía, en la otra, una maleta ligera llena no tanto de ropa como de esperanzas traicionadas. El autobús, tosiendo, se alejaba de la parada, llevándonos lejos del lugar donde, apenas unas horas antes, todavía creía en algo. Partí sin siquiera despedirme de Javier. Él estaba pescando al amanecer, ese mismo amanecer del que había hablado con tanto entusiasmo la noche anterior. Y, mirando por la ventana cubierta de polvo los campos que huían atrás, comprendí una verdad simple y amarga: nunca había encontrado a un hombre por cuyo amor valiera la pena luchar. Y, sin embargo, todo comenzó tan bien, tan cegadoramente romántico que robaba el aliento.

Javier irrumpió en mi vida cuando estaba en su último año de universidad. No me dejaba en paz, me colmaba de halagos, me miraba con ojos de enamorado en los que se derretían todas mis dudas. Repetía que me amaba, que no concebía la vida sin mí ni sin mi hija Lucía, de cuatro años. Su insistencia, su sinceridad juvenil y su pasión derritieron el hielo de mi corazón, que aún no se había recuperado de la pérdida de mi primer esposo. Y, solo tres meses después de conocernos, comenzamos a vivir juntos en mi piso. Estaba lleno de planes y promesas.

Alicia, cariño sus ojos brillaban como dos lagos sin fondo, en un mes me graduaré e iremos enseguida a mi pueblo. ¡Te presentaré a mis padres, a toda la familia! ¡Les diré que eres mi futura esposa! ¿Aceptas? Me abrazaba, y el mundo parecía tan simple y claro.
Sí, acepto respondía yo, mientras en mi alma ardía una tímida esperanza. Hablaba tanto de su madre, una mujer amable, hospitalaria, llena de bondad, que adoraba recibir invitados y sabía crear un hogar acogedor. Le creí. Quería creerle.

El pueblo donde Javier nació y creció nos recibió con el sol callado del atardecer. Todos sus parientes vivían cerca, prácticamente unos al lado de otros. Yo aún no sabía que, no muy lejos, vivía la belleza local, Martina, enamorada de Javier desde la infancia, el orgullo del pueblo y, según todos, su futura esposa ideal. Tampoco conocía al abuelo Teodoro, padre del padre de Javier, que vivía en su casita vieja cerca y solía visitar a su hijo para usar su baño, pues el suyo ya estaba en ruinas. El abuelo Teodoro pasaba sus días en tranquila calma, mirando a menudo la colina a las afueras donde, bajo un olivo, descansaba su esposa. Sabía que ese día esperaban visitas: su nieto traía a su prometida.

La noche anterior, el abuelo Teodoro había ido a casa de su hijo y encontró a su nuera, Carmen, de mal humor.
¿Otra vez problemas con Vicente? preguntó, listo para sermonear a su hijo.
Pero Carmen, al verlo, estalló primero:
Hola, abuelo. ¿Sabes que nuestro Javier se quiere casar? Mañana trae a su elegida.
Lo sé, Vicente me lo dijo. Bueno, ya era hora. Terminó sus estudios, encontró trabajo. Que forme una familia antes de que el viento se lo lleve dijo el abuelo filosóficamente.
Sí, eso está bien bufó Carmen, su rostro torcido por el resentimiento, pero esa mujer ¡tres años mayor que él! ¡Y con una niña de cuatro años! ¡Como si no hubiera chicas del pueblo! Nuestra Martina, por ejemplo, es guapa, enfermera, trabajadora ¿Y esta quién es? Ni siquiera se sabe de quién es la niña o qué familia tiene. ¿Por qué cargar con un lastre ajeno? ¡Tendrá sus propios hijos! Seguro que está encantada de haberse agarrado a un chico con carrera
Carmen, no es asunto tuyo meterse en la vida de los hijos intentó intervenir el abuelo, pero ella ya no escuchaba.

Llevaba días hirviendo de rabia, guardando rencor tanto a su hijo como a esa desconocida que se atrevía a quitárselo. Y había ideado un plan silencioso y venenoso: no se esforzaría, no pondría una mesa generosa, no fingiría sonrisas. Que esa citadina entendiera desde el primer momento que no era bienvenida. Se había llevado a Javier, y con eso bastaba.

Llegamos al anochecer, cansados pero llenos de esperanza. Javier brillaba de felicidad. Llevaba un año sin ver a su familia, añoraba a sus padres, al abuelo, esos lugares. Su madre abrió la puerta. Él entró primero, dejó la maleta, mientras Lucía y yo nos quedamos en el umbral, esperando una invitación.
¡Hijo, Javiercito, mi niño! Carmen lo abrazó como si temiera soltarlo, pero su mirada, al posarse en mí y en Lucía, era fría y evaluadora. ¡Por fin en casa! ¡Ahora sí que tenemos un licenciado en la familia! Hizo énfasis en “tenemos”, mirándome con intención, como diciendo: “no como otras”.
Mamá, ¿dónde está papá? ¿Y el abuelo?
En el baño. Ahora vienen. Te han esperado tanto otra vez solo “a ti”.

Luego su mirada cayó sobre mí, y dijo con dulzura falsa y punzante ironía:
Así que esta es ¿Alicia? ¿Con la niña? Me escudriñó de arriba abajo, lenta y despectivamente. Bueno, pasen, lávense las manos. Javier, enséñales dónde está todo.

Desde las primeras palabras, lo entendí todo. Javier, sin embargo, parecía no notar ni el tono ni la mirada. Sonriente y feliz, me tomó de la mano y me llevó a recorrer la casa. En eso, volvieron su padre y el abuelo. Vicente, el marido de Carmen, era un hombre algo brusco pero sincero, y el abuelo Teodoro tenía ojos cálidos y amables. Nos abrazaron a las tres con genuino cariño, imposible de fingir.

¡Venga, chicos, qué bien que hayan venido! exclamó Vicente. Carmen, ¿qué haces ahí? ¡Pon la mesa, que vienen de viaje, estarán cansados y hambrientos! ¡Y al abuelo y a mí nos viene bien algo de comer después del baño!

La mesa estaba puesta con más modestia que generosidad. Noté cómo Javier fruncía ligeramente el ceño: conocía bien lo que su madre era capaz de hacer. Casi no comí; un nudo amargo de resentimiento y malos presentimientos me cerraba la garganta. Dentro de mí crecía el enfado hacia Javier: ¿por qué no me presentaba como su futura esposa? ¿Por qué permitía que me trataran con desdén?

Vicente sirvió vino casero y estaba a punto de brindar, pero Carmen se adelantó:
¡Brindemos por ti, hijo! ¡Por tu título, por tu nuevo trabajo! ¡Te deseamos lo mejor, nunca hemos dudado de ti!

Bebieron una y otra vez. Y cada brindis era solo por Javier. Como si Lucía y yo no existiéramos. Y él él sonreía, reía, hablaba con su padre y su abuelo, y callaba. No dijo ni una palabra sobre nosotras, no intentó cambiar el tema, no me llamó su amor. No lo reconocía. Intentaba justificarlo: “Ha echado de menos a los suyos, está relajado. Pero me quiere”.

Solo el abuelo Teodoro nos lanzaba miradas cálidas y comprensivas de vez en cuando, y luego otras afiladas y reprobatorias hacia su nuera. Lo veía todo. Y le dolía por nosotras.

Luc

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MagistrUm
La mañana nos sorprendió en un camino polvoriento que salía del pueblo. En una mano sostenía la pequeña palma de Sonia, y en la otra, una maleta ligera llena más de esperanzas traicionadas que de pertenencias.