La mañana nos sorprendió en un camino polvoriento que se alejaba del pueblo. En una mano sostenía la manita pequeña de Lucía, en la otra, una maleta ligera llena más de esperanzas traicionadas que de pertenencias. El autobús, tosiendo, se alejaba de la parada, llevándonos lejos del lugar donde, apenas unas horas antes, yo aún creía en algo. Partí sin siquiera despedirme de Marcos. Él estaba pescando al amanecer, ese mismo amanecer del que había hablado con tanto entusiasmo la noche anterior. Y, mirando por la ventana empañada los campos que huían atrás, comprendí una verdad simple y amarga: nunca encontré a un hombre por cuyo amor valiera la pena luchar. Aunque todo había comenzado tan bien, tan cegadoramente romántico que quitaba el aliento.
Marcos irrumpió en mi vida cuando cursaba su último año en la universidad. No me dejaba en paz, me llenaba de cumplidos, me miraba con ojos enamorados donde se derretían todas mis dudas. Decía que me amaba, que no concebía la vida sin mí ni sin mi hija Lucía, de cuatro años. Su insistencia, su sinceridad juvenil y su ardor derritieron el hielo de mi corazón, que aún no se reponía de la pérdida de mi primer marido. Tres meses después de conocernos, ya vivíamos juntos en mi piso. Estaba lleno de planes y promesas.
Alicia, cariño sus ojos brillaban como dos lagos sin fondo, en un mes tendré mi título y nos iremos a mi pueblo. ¡Te presentaré a mis padres, a toda la familia! Les diré que eres mi futura esposa. ¿Aceptas? Me abrazaba y el mundo parecía simple y claro.
Sí, acepto respondía yo, mientras una tímida esperanza ardía dentro. Hablaba tanto de su madre, una mujer amable, hospitalaria, llena de vida, que sabía crear hogar. Quería creerle. Necesitaba creer.
El pueblo donde nació y creció Marcos nos recibió con un sol callado al atardecer. Todos sus familiares vivían cerca, prácticamente puerta con puerta. Entonces no sabía que, a pocas calles, vivía Inés, la belleza local, enamorada de Marcos desde la infancia, el orgullo del pueblo y, según todos, la novia perfecta. Tampoco conocía al abuelo Teodoro, padre del padre de Marcos, que vivía en una casita vieja cerca y solía visitar a su hijo para usar el baño, pues el suyo ya se caía a pedazos. El abuelo pasaba sus días en calma, mirando a menudo la colina donde, bajo un olivo, descansaba su esposa. Sabía que ese día esperaban invitados: su nieto traía a su prometida.
La noche anterior, el abuelo Teodoro había ido a casa de su hijo y encontró a su nuera, Martina, de mal humor.
¿Otra pelea con Santiago? preguntó, preparado para sermonear.
Pero Martina, al verlo, soltó su disgusto:
Hola, abuelo. ¿Sabes que Marcos se va a casar? Mañana trae a su elegida.
Lo sé, Santiago me lo dijo. Pues bien, ya era hora. Terminó sus estudios, tiene trabajo. Que forme familia antes de que el tiempo pase dijo el abuelo con calma.
Sí, claro bufó Martina, su rostro torcido por el resentimiento. Pero esa mujer ¡tres años mayor que él! ¡Y con una niña de cuatro años! ¿Acaso faltan chicas del pueblo? ¡Inés, por ejemplo, es guapa, enfermera, trabajadora! ¿Y esta quién es? Nadie sabe de quién es la niña ni qué familia tiene. ¿Para qué cargar con un lastre ajeno? ¡Tendrá hijos propios! Seguro que se alegra de enganchar a un chico con estudios
Martina, no es cosa tuya entrometerte intentó intervenir el abuelo, pero ella ya no escuchaba.
Llevaba días hirviendo de rabia, guardando rencor contra su hijo y contra esa desconocida que se atrevió a quitárselo. Y urdió un plan silencioso y venenoso: no se esforzaría, no pondría una mesa generosa, no fingiría sonrisas. Que esa citadina entendiera de inmediato que no era bienvenida.
Llegamos al anochecer, cansadas pero llenas de ilusión. Marcos brillaba de felicidad. Un año sin ver a su familia, añorando estos lugares. Su madre abrió la puerta. Él entró primero, dejó la maleta y nosotras, Lucía y yo, nos quedamos en el umbral, esperando una invitación.
¡Hijo, Marcos, mi vida! Martina lo abrazó como si temiera soltarlo, pero su mirada, al posarse en nosotras, fue fría y evaluadora. ¡Por fin en casa! ¡Ahora tenemos un licenciado en la familia! Hizo énfasis en el *tú*, mirándome como diciendo: *no como algunas*.
Mamá, ¿dónde está papá? ¿El abuelo?
En el baño. Ahora vienen. Te esperaban con ansias otra vez solo *a ti*.
Su mirada cayó sobre mí, y dijo con dulzura falsa:
Así que esta es ¿Alicia? ¿Con una niña? Me escudriñó de arriba abajo, lenta y desdeñosa. Bueno, pasen, lávense las manos. Marcos, enséñales dónde está todo.
Desde las primeras palabras, lo entendí todo. Marcos, en cambio, parecía no notar ni el tono ni las miradas. Feliz, me tomó de la mano para mostrarme la casa. Poco después, su padre y el abuelo llegaron. Santiago, el marido de Martina, era un hombre directo, aunque brusco, y el abuelo Teodoro tenía ojos cálidos y serenos. Nos abrazaron a las tres con genuino cariño.
¡Bienvenidos, hijos! exclamó Santiago. Martina, pon la mesa, ¿qué hacemos aquí parados? ¡Los invitados vienen cansados y con hambre!
La mesa estaba puesta con frugalidad. Noté que Marcos arqueó las cejas un instante: conocía bien lo que su madre era capaz de hacer. Apenas comí: un nudo de humillación y mal presentimiento me cerraba la garganta. Dentro de mí crecía el enfado hacia Marcos: ¿por qué no me presentó como su prometida? ¿Por qué permitía que me trataran así?
Santiago sirvió vino casero y levantó su copa, pero Martina lo interrumpió:
¡Brindemos por ti, hijo! ¡Por tu título, por tu nuevo trabajo! ¡Sabemos que serás grande!
Bebieron una y otra vez. Cada brindis era solo por Marcos. Como si nosotras no existiéramos. Y él reía, hablaba con su padre y el abuelo, y callaba. Ni una palabra por nosotras. No lo reconocía. Intenté justificarlo: *”Ha echado de menos a los suyos, está relajado. Pero me quiere”*
Solo el abuelo Teodoro nos miraba con ternura y, a veces, con reproche hacia Martina. Lo veía todo. Y le dolía.
Lucía, paciente y educada, apenas podía mantener los ojos abiertos. Le pregunté si podía acostarla. Martina asintió sin ganas.
Ahí pueden dormir las dos dijo señalando una habitación pequeña. La ropa está limpia.
Acosté a mi hija y, al salir, oí a Martina decir en voz alta:
Dice que no viene, que está cansada, que dormirá con la niña.
Me acosté junto a Lucía, y las lágrimas cayeron en silencio. *”¿Qué hago aquí? ¿Dónde está esa madre amorosa de la que hablaba? ¿Por qué él no ve nada?”* Hubiera huido esa misma noche, pero afuera solo había oscuridad.
Marcos me despertó al