**Diario de Lucía**
Hoy fue un día que me dejó el corazón en un puño. Todo empezó hace una semana cuando mi hija, Vega, me soltó que quería irse una semana a Barcelona con su novio. “Mamá, ya soy mayor. ¿No puedo hacer lo que quiero aunque sea una vez?”, protestaba con esa voz que me parte el alma.
No sé cuántas veces discutimos desde entonces. Yo, como una tonta, le solté el típico: “¿Y los estudios? La selectividad está a la vuelta de la esquina”. Pero ella, más lista que el hambre, me contestó: “Saco buenas notas. Lo recuperaré todo. Por favor, mamá”.
Hasta que me soltó la bomba: “Si no me dejas, me escapo de casa y no vuelvo nunca”. Se tiró en el sofá, abrazó el cojín y se giró hacia la ventana. Me quedé helada. ¿Y si era verdad? Vega es mi vida, mi única familia. No podría soportar perderla.
“Mamá, tú siempre has sido la correcta y mira cómo acabaste. ¿Quieres eso para mí?”. Su voz temblaba, casi llorando. Yo intenté calmarla: “Cariño, todo llegará, no corras…”. Pero sabía que no me escuchaba. Estaba enamorada.
Cuando la vi llorar con la cara hundida en el cojín, algo se me rompió por dentro. “¿Acaso soy su enemiga? Los tiempos han cambiado. Todo va rápido ahora. Tal vez si yo hubiera sido más valiente en mi juventud, si me hubiera dado cuenta a tiempo de cómo era su padre…”. Suspiré.
Al final, cedí. “Vale, ve. Pero me llamas todos los días. No puedo darte mucho dinero, ya sabes que estoy ahorrando para reformar la cocina”.
Vega saltó del sofá, me abrazó y empezó a hablar como un pajarillo: “¡Gracias, mamá! No necesito dinero, Pablo tiene ahorros. Te llamaré mil veces, no te preocupes, todo irá bien”.
¿Cómo no iba a preocuparme? “Ya verás cuando tengas una hija”, pensé, pero no dije nada. ¿Para qué? No lo entendería.
Minutos después, salió de su habitación con una maleta. “¿Ya tenías hecha la maleta? ¿De verdad te ibas a escapar?”. Me dolió hasta el alma.
“Sabía que dirías que sí. Te conozco bien. Ahora llamo a Pablo”. Agarró el móvil, pero en vez de llamar, se acercó a mí. “Tú también podrías irte a algún sitio. A lo mejor a casa de la tía Marisa. ¿Qué vas a hacer aquí sola? Son tus vacaciones”.
“Ya me buscaré algo. Y tú, ten cuidado, ¿me entiendes?”. El nudo en la garganta casi no me dejaba hablar.
“Soy mayor, mamá”, dijo Vega, marcando el número.
Al escuchar su conversación, supe que se iba en ese momento. “Mamá, el taxi ya está abajo”. Se dirigió al recibidor con la maleta. Corrí detrás.
“No me acompañes. Te llamo cuando estemos en el tren. Vuelvo en una semana”. Me dio un beso en la mejilla y salió volando, sin ver mis lágrimas.
“Ya está, se ha hecho mayor. Ya no me necesita ni para despedirla”. Me tiré en el sofá, el mismo donde ella había estado llorando antes. Las lágrimas me quemaban. “Aquí sola, en este silencio que parece un cementerio. Tengo que acostumbrarme. Es lo que les pasa a todas las madres”.
Pasé horas así, sin fuerzas para nada. Hasta que se me encendió la bombilla: “¿Y si me voy yo también? A Málaga, por ejemplo. Aunque ya no sea verano, siempre hace mejor tiempo que aquí”. Me levanté, encendí el ordenador y busqué billetes.
Encontré uno barato para el día siguiente. Sin pensarlo dos veces, lo compré. Cinco días fuera. Estaba harta de agonizar, de esperar llamadas. La semana se me haría eterna.
Mientras hacía la maleta, me distraje un poco. Vega llamó por la noche, emocionada: “Estamos en la estación, todo bien…”. Se rió, colgó, y me quedé con el móvil en la mano.
No pude dormir. “Bueno, dormiré en el avión”, pensé. Pedí un taxi, me puse el abrigo y me fui al aeropuerto.
A pesar de la hora, el aeropuerto bullía. Vi a una pareja abrazándose, ella llorando: “¿Vas a volver? ¿Lo prometes? Te quiero…”. Él le acariciaba el pelo, susurrándole algo. Me aparté. Demasiado íntimo.
Pasé el control y me senté a esperar. Pensé en Vega. Las chicas jóvenes siempre se lanzan al amor como si no hubiera mañana. Cuántas decepciones les esperan. Yo también fui así. Me casé joven, pero su padre no aguantó la responsabilidad. Nos separamos cuando Vega era un bebé. Después, algún que otro novio, pero nada serio. Me centré en ella. Y ahora, aquí estaba, yéndome sola a Málaga. ¿Por qué? Para no volverme loca esperando.
Un hombre me golpeó con su maleta. “Perdón”, dijo, y se sentó lejos, leyendo una revista. “Seguro que viaja solo. Luego se le unirá la amante”, pensé con rencor.
En el avión, por mala suerte, nos sentaron cerca. Intenté ignorarlo, pero acabé durmiéndome. Al aterrizar, nos vestimos al mismo tiempo, tropezándonos. Me irritaba solo de verlo.
Tomé un taxi hasta un hotel barato, dejé las cosas y salí a pasear por el paseo marítimo. Hacía sol, me alegré de haber venido. Vega me mandó un mensaje: “Llegamos bien, todo genial”. Me relajé, incluso me entró hambre.
“¿Se puede?”, el hombre del avión se sentó frente a mí en la terraza. “Como nos cruzamos tanto, ¿no será el destino? Me llamo Javier”.
“Lucía”, contesté, sin tenderme.
“Bonito nombre. ¿Puedo llamarte Luchi? Te queda bien”.
Me encogí de hombros. Era simpático, algo mayor que yo, sonrío de manera sincera.
“¿Qué tal si nos tuteamos? ¿De vacaciones?”, preguntó.
“¿Y tú? ¿A trabajar?”.
“Acertaste. Trabajo desde cualquier sitio. Soy escritor, entre otras cosas. Decidí pasar una temporada aquí”.
“Ah, escritor. Qué bonito suena para tontas como yo”, pensé. Pero algo en su mirada me hizo creerle.
Salimos a caminar, hablamos de libros, de la vida… Me gustaba cada vez más. Me acompañó al hotel, pero no se invitó a subir. “Tengo que trabajar, y tú descansar”. Se fue, y casi me molestó que no propusiera vernos al día siguiente.
Pero a la mañana siguiente, me esperaba en el vestíbulo. Paseamos, cenamos, reímos. El vino me soltó la lengua.
Al despertar, no sabía dónde estaba. Hasta que lo recordé. El agua corría en el baño. Salté de la cama, vestida a toda prisa. “Le doy sermones a mi hija, y acabo así”. Me avergoncé. ¿A mis cuarenta y dos años? Aunque tampoco es tan mayor…
“¿Despierta?”, salió Javier, afeitado y sonriente. “Vamos a tomar café. Luego tengo que trabajar. ¿Nos vemos esta noche?”.
No recordaba haberme sentido así en años. Hasta me olvidé de Vega. Pero al pensar en ella, el remordimiento me quemó. Javier me besó, interpretando mi rubor como timidez.
Los cinco días volaron. En el aeropuerto, él me preguntó: “¿No te quedas?”.
“Vega vuelve mañana. Se acaban mis vacaciones”.
“Pídete unos días más. Inventa algo”.
“¿Y si vienes túPero él solo sonrió, me dio un beso en la frente y susurró: “Nos veremos pronto, Luchi, porque el destino no sabe perder”.