**Mi diario: 31 de diciembre**
«Ya se nos va el abuelo», murmuró Lucía mientras preparaba la ensaladilla rusa en la cocina.
«¿Por qué dices eso?», preguntó Antonio, su marido, sorprendido.
«Hoy no pudo levantar a Martita para poner la estrella en el árbol. Antes lo hacía sin problema…», suspiró Lucía.
«Hombre, mi padre sigue fuerte como un roble, solo está un poco cansado», defendió Antonio.
«No, Antonio, los años no perdonan. De ahora en adelante, tú les traerás la compra cada semana sin protestar», afirmó Lucía, arreglándose el pelo antes de coger la bandeja con la ensalada. «Vamos, que se enfría».
Juan Ramírez lo había oído todo. Se detuvo junto al baño para encender la luz y, sin querer, escuchó la conversación entre su hijo y su nuera.
La víspera de Nochevieja, los Ramírez tenían una tradición: reunirse todos en casa de los abuelos para celebrar en familia. Este año no fue diferente. El hijo mayor llegó primero con su familia. Lucía ayudó a poner la mesa mientras los nietos decoraban el árbol en el salón.
Juan abrió el grifo y se sentó al borde de la bañera.
*”Tiene razón Lucía. Desde que me jubilé, me siento como un mueble viejo. La pereza me ganó, todo me cansa… ¡Dios mío!”.*
«¿Juan, estás bien?», preguntó Lucía con suavidad al acercarse al baño.
«Sí, sí, ahora salgo», respondió Juan.
En la puerta, el pequeño Andresito esperaba bailando de impaciencia.
«¡Pasa, pasa!».
En la cena, Juan estaba cada vez más callado. Levantaba la copa sin ganas durante los brindis.
«Padre, ¿qué te pasa? Es Nochevieja, ¿no estás enfermo?», preguntó Antonio al despedirse. Lucía le daba discretos codazos para que hablara.
«No, hijo, estoy bien. Traed a los niños en vacaciones. ¿No vais a viajar?».
«Estamos con la reforma en casa, Juan», interrumpió Lucía. «Además, los niños irán con mis padres. Ya está todo hablado».
Juan asintió con tristeza.
«Bueno… que los abuelos maternos también disfruten de ellos».
Lucía susurró algo a Antonio.
El domingo te paso con la compra», dijo este último, ya en la puerta.
María, la madre, alzó las manos, confundida.
«¿Qué compra? Hay supermercados cerca. Si falta algo, tu padre puede bajar».
«No hace falta, María», insistió Lucía. «Antonio lo traerá. Así no tenéis que cargar bolsas hasta el quinto piso».
Cuando se marcharon, María refunfuñó:
«¿Ahora tampoco nos dejan a los nietos? ¿Ni siquiera ir a comprar?».
«Lucía es buena gente, María. Se preocupa por nosotros», dijo Juan.
«¡Pero si no tenemos noventa años! Parece que nos dan por inútiles».
Juan calló, pensativo.
*”Quizá María es injusta. Lucía siempre viene, ayuda, sonríe… Mi otra nuera solo aparece para llevarse tarros de conserva. Del yerno mejor ni hablar”.*
«¿Y tú por qué estás tan callado?», le preguntó María.
«Cansado, nada más».
«Anda, descansa. Te pongo la tele».
María se fue a guardar los platos. Juan se quedó en el sofá, dándole vueltas a todo.
*”No pude levantar a la niña para la estrella… En verano, cuando vengan a la huerta, tampoco podré alzarla para coger una manzana. He perdido fuerzas…”.*
Entonces, Juan decidió ponerse en forma. No como a los veinte, pero al menos para alzar a sus nietos sin esfuerzo.
Empezó caminando cada día. Encontró unas pesas viejas bajo la cama, cubiertas de polvo. Levantarlas le hizo sentirse vivo. Luego, se atrevió con las barras del parque, junto a los chavales.
Poco a poco, recuperó fuerzas. Para el verano, tenía tanta energía que limpió el trastero de la huerta y montó un parque infantil para los niños.
En agosto, Antonio llevó a los pequeños. Martita se emocionó con los columpios. Hasta Andresito, tan serio, sonrió. Juan pasó el día entero con ellos: jugando, paseando al río, haciendo castillos de arena.
Al día siguiente, Andresito señaló una ciruela.
«Abuelo, ¿me la coges?».
Juan lo alzó con soltura.
«Anda, tú puedes».
El niño arrancó tres ciruelas con sus manitas.
«¡Yo también, abuelo!», gritó Martita, saltando.
Juan la levantó sin esfuerzo.
«¡El abuelo sigue fuerte como un toro!».
**Reflexión final:** Nunca pierdas el ánimo. La vida es un regalo. Disfrútala, cuídala y lucha por lo que amas.