**La Química del Amor**
“Dios mío, los años pasan volando. Pronto seré una anciana y todavía no he entendido qué es el amor verdadero, esa pasión que enciende el alma. Los hombres que encuentro no son los indicados”, se lamentaba en voz baja Marina, una mujer atractiva de cuarenta y dos años.
Desde que la despidieron hace dos años de la empresa donde trabajó casi una década, había conseguido empleo en un centro comercial, en la sección de moda femenina. Las prendas allí no eran baratas, y solo entraban quienes podían permitírselas: mujeres con bolsillos profundos o esposas de hombres adinerados.
Los hombres rara vez entraban solos. Casi siempre acompañaban a sus parejas, arrastrando los pies con cara de resignación mientras ellas revoloteaban entre los vestidos.
“Cariño, ¿crees que esto me queda bien? ¿Y este vestido?”, preguntaban, examinando las etiquetas con miradas que a veces se tornaban escépticas ante los precios. Los hombres, al final, pagaban sin rechistar.
Marina observaba con cierta envidia. Ella jamás podría gastar tanto en ropa, aunque tampoco tenía dónde lucirla. Su vida era sencilla: trabajo, casa, alguna salida al cine o a tomar un café con su amiga Lucía. Su hija, recién graduada, se había casado con un soñador y se mudó a las Islas Canarias. “Románticos empedernidos”, pensaba con una sonrisa nostálgica.
Ella vestía con elegancia discreta: tonos neutros, cortes sobrios. Delgada, pelo rubio ceniza cortado en un bob largo que enmarcaba su rostro. Su primer matrimonio había sido un fracaso—cuatro años de convivencia antes de admitir que su ex solo pensaba en fiestas y amigos. Después, crió a su hija sola, sin tiempo ni ganas de buscar otra relación. A los treinta y dos, conoció a Adrián, un compañero de trabajo. Duraron año y medio, hasta que se cansó de su amargura.
“Adrián, siempre estás quejándote de todo. ¿Qué te han hecho ellos?”, le reprochaba.
“Marina, ¿es que no ves lo hipócritas que son? Se regodean cuando algo te sale mal”, respondía él, amargado.
“No, no lo veo. Para mí, nuestro equipo es unido. Y el jefe es justo, buena persona”.
“No entiendes a la gente”, rezongaba él. “Para ti todos son santos. Pero el mundo está lleno de gente que te apuñalará en cuanto bajes la guardia”.
Así que terminó con él. Hubo otros intentos, breves romances de vacaciones, pero nada serio.
Hasta que un día, en medio de la monotonía de un martes sin clientes, apareció él. Un hombre alto, de pelo oscuro peinado con descuido estudiado, cejas espesas y manos en los bolsillos del abrigo. Paseaba entre los vestidos como si estuviera en una galería de arte, pero su mirada no se detenía en las prendas—se posaba en ella.
“¿Qué hará aquí, solo? Quizá busca un vestido para su prometida…”, pensó Marina, y algo en su pecho se encogió al imaginarlo marchándose. Pero, en vez de irse, se acercó a la caja.
“Disculpe, ¿dónde están los vestidos?”, preguntó, inclinándose para leer su nombre en la placa. “Marina”.
El aroma de su colonia—carísima, sin duda—la envolvió. Ella, con las mejillas ardiendo, lo guio hasta la sección indicada.
“¿Qué me está pasando?”, se regañó mentalmente. “No puedo perder la cabeza por un desconocido”.
Pero él no se fue. “¿Podría ayudarme? Compré este vestido para mi novia, pero no estoy seguro de la talla. Usted tiene su misma complexión. ¿Podría probárselo?”
Era un vestido de ensueño: seda italiana, encaje hecho a mano, negro. “Debe quererla mucho para gastar tanto”, pensó Marina, recordando los ramos de flores de gasolinera que solía recibir.
Se lo probó. Al salir del probador, el vestido le ceñía el cuerpo como si hubiera sido hecho para ella. La mirada de él, llena de admiración, la hizo estremecer.
“Está usted espectacular”, murmuró él, y Marina sintió cómo su piel se erizaba bajo ese examen.
“Gracias. Espero que a su novia le quede igual de bien”, contestó, apresurándose a quitárselo.
Al devolverlo, acarició la seda con nostalgia. “Lo mejor del mundo nunca es para mí”, pensó.
Él pagó y se marchó con una sonrisa. Marina lo siguió con la mirada, sabiendo que no lo volvería a ver.
Pero se equivocó. Dos días después, regresó.
“¿No le gustó el vestido?”, preguntó ella.
“Al contrario. Ahora necesito unos zapatos que combinen. ¿Me ayuda?”
La siguió hasta la sección de calzado, donde pidió que se probara unos tacones. Marina obedeció, confundida.
Tres días más tarde, él apareció de nuevo.
“Buenos días, Marina”, dijo, con esa voz que le hacía temblar las rodillas.
“¿Necesita algo más?”
“Sí. Su número de teléfono”.
Ella enrojeció. “¿Para qué?”
“Para llamarle esta noche e invitarle a cenar”.
Antes de que pudiera responder, sacó de detrás de la espalda un ramo de rosas rojas. “Por cierto, me llamo Javier. Su nombre ya lo sé”.
Marina miró las flores, luego el paquete que él había dejado en la caja. Dentro estaba el vestido… y los zapatos.
“Esto… es para mí?”, balbuceó.
Javier le tomó la mano. “Quiero que te lo pongas esta noche. Cenaremos en *Casa Lucio*. Llevo semanas viniendo aquí, observándote, sin atreverme a hablarte”.
Ella asintió, sintiendo que el suelo cedía bajo sus pies.
Hoy, Marina vive con Javier en su casa en la sierra de Madrid. Ya no trabaja en la tienda—ahora ayuda en su empresa. Y, por primera vez en su vida, sabe lo que es el amor verdadero.