La Química del Amor
—Dios mío, los años pasan volando, pronto seré una anciana y aún no he entendido lo que es el amor verdadero, esa pasión que tanto anhelo. Los hombres que aparecen en mi camino no son los indicados —reflexionaba en voz baja Lucía, una mujer atractiva de cuarenta y dos años.
Tras ser despedida hace dos años de la empresa donde trabajó casi una década, consiguió un empleo en un centro comercial, en el departamento de moda femenina. Las prendas de su sección no eran baratas, y solo entraban quienes podían permitirse ropa de lujo y de marca.
Los hombres rara vez visitaban el departamento, y casi nunca sin compañía femenina. Solían caminar detrás de sus parejas con cara de resignación, respondiendo sin entusiasmo a sus preguntas:
—Cariño, ¿crees que esto me queda bien? ¿Y este vestido?
Las mujeres miraban las etiquetas y, a veces, ponían los ojos en blanco al ver los precios. No había nada económico en esa sección. Y los hombres, obedientemente, pagaban en caja.
Lucía, observando a los clientes, a veces sentía envidia. Ella no podía permitirse esos lujos, ni siquiera tenía ocasión para lucirlos. Su vida se reducía al trabajo, a casa y, ocasionalmente, a salir con una amiga a un café o al cine. Su hija, recién graduada, se casó y se mudó a las Islas Canarias con su marido, ambos llenos de romanticismo.
Lucía vestía con elegancia, sin excesos, evitando los colores estridentes. Siempre iba impecable, con su pelo rubio claro cortado en un bob largo. Su primer matrimonio fue un fracaso; apenas duró cuatro años, y fue ella quien lo terminó. Su ex nunca maduró, siempre rodeado de amigos y fiestas. Luego, criando a su hija, no tuvo tiempo para hombres. O quizá simplemente no encontró a nadie que le gustara.
A los treinta y dos años, salió con Javier, un compañero de trabajo. Estuvieron juntos año y medio, hasta que ella se quitó las anteojeras y entendió que jamás sería un buen esposo. Le disgustaba trabajar y siempre se quejaba de los demás.
—Javier, nunca estás contento. ¿Qué te han hecho ellos? Solo ves lo negativo —le decía.
—Lucía, ¿no te das cuenta? Todos son envidiosos, disfrutan viendo fracasar a los demás —respondía él, molesto.
—No, yo no veo eso. Nuestro equipo es unido, todos se ayudan. Y el jefe me parece sincero y justo.
—No entiendes a la gente —replicaba él—. Para ti, todos son perfectos. Pero así no se puede vivir. El mundo está lleno de maldad.
Al final, Lucía decidió terminar la relación. Él solo le traía negatividad. Hubo otros encuentros fugaces, incluso un veraneo en la Costa del Sol donde conoció a un hombre, pero nada serio.
En el trabajo, ya tenía clientas habituales: esposas de hombres adinerados, incluso la alcaldesa de la ciudad. Pero los maridos casi nunca las acompañaban.
Un día de semana, con pocos clientes, Lucía se sorprendió al ver a un hombre atractivo paseando entre los vestidos y mirándola de vez en cuando. Tendría unos cuarenta años, pelo oscuro despeinado, cejas arqueadas y las manos en los bolsillos. Parecía estar allí por casualidad, como en una exposición de arte, pero su mirada siempre volvía a ella.
—¿Qué hace aquí solo? Quizá busca un vestido para su novia… Pero qué hombre tan guapo. Enseguida se irá —pensó, sintiendo una punzada de tristeza. Pero él se acercó a la caja y, sonriendo, preguntó:
—¿Me podría indicar dónde están los vestidos? —Se inclinó para leer su nombre en la placa—. Lucía, ¿verdad?
Ella, sin hablar, lo guió hacia los vestidos, sintiendo cómo sus mejillas ardían como ascuas. Agradeció que él caminara detrás y no lo notara.
—¿Qué me está pasando? —se regañó mentalmente—. No puedo perder la cabeza por el primer desconocido que aparece.
—Aquí están —dijo señalando los vestidos y regresó rápidamente a la caja.
No había nadie más en el departamento. Su compañera estaba en el almuerzo, y entre semana había pocos clientes. Pero ese hombre la inquietaba. Ya se imaginaba sentada en una terraza, charlando con él…
—Disculpe —su voz la sacó de su ensueño—, ¿podría ayudarme?
—Sí, claro. ¿En qué?
—Es que he elegido un vestido para mi chica, pero no estoy seguro de la talla. Usted tiene una complexión similar. ¿Podría probárselo?
Lucía miró el vestido que sostenía: un diseño de la nueva colección, carísimo, de seda italiana y encaje hecho a mano, negro.
—Debe querer mucho a su novia para gastar tanto —pensó, con un nudo en la garganta al recordar los ramos baratos que su ex le regalaba, comprados en el metro.
—Sí, espéreme —respondió, y se encerró en el probador.
Al mirarse al espejo, apenas podía creerlo. El vestido le quedaba perfecto, realzando sus curvas. Al salir, buscó su reacción. No pudo evitar notar su mirada de admiración.
—¡Está divina! —exclamó él, recorriendo su figura con los ojos—. Es precioso.
—Gracias. Espero que a su novia le quede igual —dijo, y volvió rápidamente al probador, ruborizada.
No entendía lo que le ocurría. Era la primera vez que un desconocido le provocaba eso. Finalmente, comprendió lo que era la química del amor.
Con tristeza, se despidió del vestido, deseando no tener que devolverlo.
—Lo mejor del mundo no está hecho para mí —pensó, resignada.
Él pagó, tomó la bolsa y se despidió con una sonrisa encantadora.
—Qué pena no volver a verlo —suspiró Lucía.
Dos días después, logró olvidarlo. Pero al tercer día, él regresó.
—¿El vestido no le gustó? —preguntó.
—Al contrario. Pero ahora necesito unos zapatos que combinen. ¿Me ayuda?
—Claro, vamos —lo guió hasta la sección de calzado, donde su compañera Laura se ruborizó al verlo.
—Lucía —dijo él—, ¿calza usted un treinta y siete?
—Sí, treinta y siete —contestó automáticamente.
—Creo que mi chica tiene el mismo número. ¿Podría probarlos?
Ella se calzó unos zapatos y unas sandalias antes de volver a su departamento, ocupada con otros clientes. No lo vio irse, pero logró borrarlo de sus pensamientos.
Tres días después, él reapareció.
—Buenos días, Lucía —dijo con esa voz que la hacía estremecer.
—¿Necesita algo más? —preguntó, intentando sonar natural.
—Sí. ¿Me daría su número de teléfono? La última vez fui tonto y se me olvidó pedírselo —sonrió, provocándole escalofríos.
—¿Para qué lo quiere? —preguntó, ruborizándose.
—Para llamarla esta noche e invitarla a cenar —respondió, mirándola fijamente mientras sacaba un ramo de rosas de detrás de la espalda—. Esto es para usted. Ah, y me llamo Adrián.
Lucía lo miró asombrada.
—¿Por qué? —balbuceó—. Ah, por ayudarle con el vestido. Gracias, son preciosas.
Mientras buscaba un jarrón, notó una bolsa de su tienda sobre la caja. Al mirar dentro, vio el vestido de sus sueños y las sandalias. Quedó paralizada