La magia de la alianza desigual

**La magia de un amor desigual**

En plenas fiestas de mayo, me encontré en un bullicioso grupo en una acogedora cafetería en las afueras de Barcelona. La gente era cercana, aunque casi todos eran desconocidos. A mi lado, un hombre que claramente pasaba de los cincuenta charlaba con una chica de unos veintiocho años. Víctor y Alba. Reían más fuerte que nadie, contagiando energía, aunque solo bebían zumo. Alba le llamaba «papá», y me conmovió esa entrañable cercanía entre padre e hija. Hasta que, de pronto, se levantaron para irse. Alba, sonriendo, explicó: «Nos espera nuestro pequeño, no se dormirá sin nosotros». Me quedé perplejo.

Cuando se marcharon, le pregunté al anfitrión en voz baja: «¿Qué pequeño? ¿De qué hablan?». Él, sorprendido, arqueó las cejas: «Su hijo. Son marido y mujer». Me desconcerté: «¿Y por qué le llama papá?». El anfitrión soltó una carcajada: «Es su broma privada. Hace años, al comienzo de su relación, entraron en una tienda y la dependienta le dijo a Víctor: “¡Qué hija más guapa tiene!”. Desde entonces, Alba lo llama así».

Más tarde conocí su historia, y me llegó al alma. Víctor era un escultor talentoso, pero su vida distaba de ser un cuento de hadas: dos divorcios, años perdidos en el alcohol, noches interminables. Su hija mayor, ya adulta, casi lo había olvidado. A los cuarenta y siete, miró atrás y solo vio vacío. Creaba, pero sus obras no resonaban; los encargos escaseaban. Hasta que apareció Alba. Se conocieron por casualidad en el paseo marítimo de la Barceloneta, donde él solía dibujar bocetos. Ella apenas rozaba los veinte, radiante de juventud. ¿Qué vio esa chica llena de vida en un escultor cansado, con la mirada apagada? Un misterio.

Pero el amor de Alba lo salvó. Le devolvió las ganas de vivir. Dejó el alcohol, sus manos recuperaron fuerza y sus obras, alma. Empezaron a vender sus esculturas, expuso en galerías de Barcelona y Madrid. Diseñó interiores para restaurantes locales, lo que les dio estabilidad. Ahora viven en un piso amplio en el centro, viajan y disfrutan. Alba es la esposa de un hombre exitoso, pero aquel día en la playa solo vio a un tipo barbudo con sueños rotos.

Seguro que sus amigas y su madre le advirtieron: «¿Estás loca? ¡Es casi un abuelo!». Y tal vez Alba dudó, consciente de los riesgos. Pero se arriesgó… y hoy es feliz. Víctor la considera su milagro, un ángel enviado del cielo, aunque cree no merecerlo. Adora a su hijo: juega, pasea con él, es el padre que no pudo ser para su hija mayor. Por cierto, con ella también reconcilió. Tras años de distanciamiento, lo redescubrió: vital, cariñoso, feliz.

Un matrimonio desigual puede ser inquebrantable. Más que muchos entre iguales. Según las estadísticas, uno de cada tres matrimonios en España termina en divorcio. Pero conozco parejas con veinte o treinta años de diferencia, donde la edad no es un obstáculo, sino el ingrediente especial.

No hablo de una transacción: «hombre adinerado – cazafortunas». Hablo de familias donde el amor es el cimiento. Los hombres maduros son maridos inesperadamente firmes. Ya superaron sus tempestades, salieron de fiesta, cometieron errores. Ahora anhelan hogar, calor. Muchos descubren sus dotes culinarios. Conozco a un hombre de cincuenta que no deja acercarse a su joven esposa a los fogones: «¡Ve al spa o lee un libro! Demasiado pronto para que te quemes con las sartenes». Antes solo hacía tortilla; ahora cocina como un chef.

Para una esposa joven, un hombre mayor no es solo un marido, sino un maestro, un guía con historias que inspiran. No habla sin parar, como los veinteañeros, sino que comparte sabiduría. Y, sobre todo, son padres excepcionales. Un ejemplo personal: a mis cuarenta y ocho conocí a mi hija menor. Todos dicen que soy el mejor padre. Y sí, maduré para ello. Más vale tarde que nunca.

Cada mañana corro por el parque junto al río. Me siento de treinta, aunque paso de los cincuenta. Vivir ahora es más emocionante que en mi juventud. Llevamos dentro una energía que desconocemos, pero a menudo nos autosaboteamos. Recuerdo cuando le preguntaron a Jacques Cousteau por qué, con su edad, aún buceaba a grandes profundidades. Respondió: «Los hijos. Ellos alargan la vida». Tuvo dos de joven y otros dos a los setenta. Y eso no le impidió vivir a tope.

Cousteau era excepcional, pero un hombre con un hijo tardío arde por vivir. Quiere enseñarle a montar en bici, ayudarle con los deberes, llevarle de excursión. Se cuida, abandona malos hábitos, hace deporte. Luce mejor que sus coetáneos. Se aburre en esas quedadas donde solo se habla de fútbol, coches y achaques. Prefiere estar en casa, con su familia.

A los cincuenta, ser «el padre perfecto» es lo mejor que le puede pasar a un hombre. Vale más que los títulos de «donjuán» o «alma de la fiesta». Quien corre tras un niño en el parque, en vez de desplomarse en el sofá con una cerveza, vivirá más y mejor. Y su joven esposa, con el tiempo, «igualará» su edad mental. Solo quedará el amor.

Un matrimonio desigual no es solo una unión. Es magia que hace felices a ambos. Un vínculo sólido, vivo y lleno de amor.

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