La madre renunció a sus nietos

La madre negó ver a sus nietos

Valentina Pérez dejó la taza en el plato con tal brusquedad que el té salpicó el mantel. En el teléfono aún resonaba la voz indignada de su vecina, Carmen López.

—Valen, ¡pero cómo puedes hacer esto! ¡No ver a tus propios nietos! Son pequeños, ¿qué mal te han hecho?

—Carmen, no te metas en lo que no te importa —respondió secamente Valentina—. Cada uno tiene sus razones.

—¿Qué razones pueden ser contra unos niños? A Lucía solo le faltan meses para cumplir cinco, y Mateo ni siquiera ha dejado el pañal. Te echan de menos.

Valentina suspiró y miró por la ventana. En el patio jugaban los niños del vecindario, y de pronto recordó cómo, no hacía tanto, sus nietos corrían por allí. Lucía siempre le pedía que la empujara en el columpio, y el pequeño Mateo tropezaba tras las palomas.

—Carmen, no tengo tiempo para esto. Adiós.

Colgó y se dirigió a la cocina. En la nevera seguían colgados los dibujos infantiles, esos garabatos de colores que Lucía llamaba “retratos de la abuela”. Valentina los descolgó y los guardó en un cajón.

El timbre de la puerta la sobresaltó. Por la mirilla vio a su hijo Adrián, con bolsas en las manos.

—Mamá, ábreme, por favor —pidió, agotado.

Valentina abrió, pero no se apartó del umbral.

—Si has venido otra vez a convencerme de que cuide a los niños, puedes irte ahora mismo.

Adrián dejó las bolsas en el suelo y la miró.

—Mamá, ¿qué tontería es esta? Alba está enferma, con cuarenta de fiebre. Tengo que ir a trabajar y no tengo con quién dejar a los niños.

—Busca una niñera. No os faltan euros.

—¿Qué niñera voy a encontrar en un día? ¡Mamá, son tus nietos!

—¿Mis nietos? —Valentina sonrió con amargura—. Cuando me echasteis de vuestra casa hace seis meses, ¿también eran mis nietos?

Adrián se frotó la frente. Esta conversación ya la habían repetido mil veces.

—Mamá, ya te lo explicamos. Necesitábamos espacio. Una familia de cuatro en un piso de dos habitaciones es un agobio.

—Ah, espacio. ¿Y que yo, a mi edad, tenga que alquilar un cuarto, eso es normal?

—Te ayudamos con dinero…

—¡Vuestra ayuda son migajas! —La voz de Valentina subió de tono—. Veinte años viviendo en vuestra casa. Criando a tus hijos mientras tú y Alba trabajabais. Lavando, cocinando, limpiando. Y cuando ya no fui útil, ¡a la calle!

—Mamá, no teníamos otra opción…

—¡Claro que la había! Comprar un piso más grande. Pero no, preferisteis gastar el dinero en un coche nuevo y en vacaciones en Mallorca.

Adrián calló. Sabía que su madre tenía razón, pero admitirlo dolía.

—Escucha —dijo, más bajo—, sé que no actuamos bien. Pero los niños no tienen culpa. Te quieren.

—Y yo a ellos —reconoció Valentina—. Por eso no quiero que vean cómo me tratáis. Que recuerden a la abuela cariñosa, no a la que usabais cuando convenía.

—¡No te usábamos!

—¿No? ¿Quién llamaba cada semana para que los cuidara? ¿Quién los traía enfermos porque no podían ir a la guardería? ¿Quién los dejaba los fines de semana para “descansar”?

Adrián abrió la boca, pero ella continuó:

—Y cuando el mes pasado me dio ese mareo, ¿quién vino? ¡Carmen, la vecina! No mi hijo, no mi nuera, sino una extraña.

—Mamá, tenemos trabajo, los niños…

—Todos tienen trabajo. Todos tienen niños. Pero la gente normal no olvida a sus padres.

Valentina se plantó en el marco de la puerta, sin dejarle pasar. Adrián entendió que hoy no habría manera de convencerla.

—Vale —recogió las bolsas—, pero esto no está bien, mamá. Los niños preguntan por qué la abuela ya no les quiere.

Las palabras le atravesaron el corazón, pero Valentina no cedió.

—Diles que la abuela está cansada de ser útil.

Adrián se fue, y ella cerró la puerta, apoyando la espalda contra ella. Las lágrimas le ardían en la garganta, pero no lloró. Entró en el salón y se sentó en el sillón donde antes le leía cuentos a Lucía.

Llevaba seis meses viviendo de alquiler. Un piso pequeño en las afueras, lejos de su antiguo barrio. La casera era amable, pero no era lo mismo. Paredes ajenas, olores ajenos.

Todo empezó con aquella cena. Adrián y Alba sentados frente a frente, los niños ya dormidos. Hablaban en voz baja, pero Valentina lo oyó todo desde su habitación.

—Oye, ¿y si tu madre buscara su propio piso? —propuso Alba—. Los niños crecen, necesitan su espacio.

—No sé —dudó Adrián—. Ella nos ayuda con ellos.

—Ayuda, sí, pero ¿a qué precio? Siempre protestando, malcriando a los niños, criticándome. Ayer dejó que Lucía viera la tele hasta las once, sabiendo que yo lo prohibí.

—¿Y si hablamos con ella?

—¿De qué? Cree que le debemos algo. Pero oye, es nuestro piso, nuestros hijos. Somos adultos, podemos criarles como queramos.

Valentina pasó la noche en vela. A la mañana siguiente, Alba abordó el tema directamente.

—Valentina, Adrián y yo creemos que deberías buscar tu propio sitio.

Valentina atragantó el café.

—¿Cómo?

—Bueno, eres una mujer independiente. Y aquí estamos muy apretados.

—¿Apretados? —repitió ella—. ¿Y los últimos veinte años no lo estabais?

—Entonces los niños eran pequeños, necesitábamos ayuda —intervino Adrián—. Ahora ya no.

—Ah, claro. Mientras fui útil, viví aquí. Y cuando dejé de serlo, a buscarme la vida.

—¡Mamá, qué dices! —protestó Adrián—. Nadie te echa. Solo te sugerimos vivir aparte.

—¿Con qué? ¿Con mi pensión de ochocientos euros?

—Te ayudaremos económicamente —aseguró Alba—. Al principio, por supuesto.

“Al principio”. Como si ella pidiera un favor temporal, y no hubiera entregado su vida a esa familia.

—Bien —dijo Valentina entonces—. Buscaré un piso. Pero recordad una cosa: al perder mi habitación, perdéis también a la niñera.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Adrián, confundido.

—Lo que oyes. No habrá más abuela disponible a todas horas. Queríais independencia, pues disfrutadla.

Alba y Adrián se miraron. Evidentemente, no habían pensado en eso.

—Mamá, los niños te quieren —intentó Adrián—. No vas a dejar de verlos, ¿verdad?

—Los veré. Los domingos. Un par de horas. Como las abuelas que viven lejos.

—¿Y si necesitamos que los cuides un día entero? ¿O si nos ponemos malos?

—Contratad a alguien. O llevadlos a la guardería.

Alba palideció.

—Pero eso es caro…

—Mi ayuda era gratis —recordó Valentina—. Veinte años de ayuda gratuita. Creo que es suficiente.

Intentaron convencerla, insistieron en que no querían herirla. Pero Valentina fue firme. Comprendió la verdad: la habían usado. Mientras fue útil, la toleraron. CuandoFinalmente, Valentina apagó el teléfono y miró por la ventana, donde el último rayo de sol se desvanecía, sabiendo que, por primera vez en su vida, había elegido su propia paz sobre el dolor de los demás.

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