La madre rechazó a sus nietos
Valentina García dejó la taza sobre el plato con tal brusquedad que el té se derramó sobre el mantel. Aún resonaba en el auricular la voz indignada de su vecina, Ramona López.
—Valentina, ¿cómo puedes ser así? ¡No ver a tus propios nietos! Son pequeños, ¿qué mal te han hecho?
—Ramona, no te metas en lo que no te importa —respondió Valentina con frialdad—. Cada uno tiene sus razones.
—¿Qué razones pueden ser contra niños? A Lucía solo le quedan cuatro años, y a Miguelito apenas dos. Te echan de menos.
Valentina suspiró y miró por la ventana. En el patio, los niños del vecindario jugaban, mientras recordaba cómo no hacía mucho sus nietos corrían por allí. Lucía siempre pedía que la meciera en el columpio, y Miguelito, torpe, perseguía a las palomas.
—No tengo tiempo para esto. Adiós.
Colgó y entró en la cocina. En la nevera aún colgaban los dibujos infantiles —garabatos a lápiz de colores que Lucía llamaba “retratos de la abuela”—. Valentina los arrancó y los guardó en un cajón.
El timbre de la puerta la sobresaltó. Por la mirilla vio a su hijo Álvaro con bolsas en las manos.
—Mamá, ábreme, por favor —dijo con cansancio.
Valentina abrió, pero no se apartó del umbral.
—Si vienes a pedirme otra vez que cuide a los niños, puedes irte ya mismo.
Álvaro dejó las bolsas en el suelo y la miró.
—Mamá, ¿qué tonterías son estas? Sandra está enferma, con cuarenta de fiebre. Tengo que trabajar y no tengo con quién dejarlos.
—Busca una canguro. No os falta dinero.
—¿Qué canguro en un día? ¡Son tus nietos!
—¿Mis nietos? —Valentina esbozó una sonrisa amarga—. ¿También lo eran cuando me echasteis de vuestra casa hace seis meses?
Álvaro se pasó la mano por la frente. Era una conversación repetida.
—Mamá, ya te lo explicamos. Necesitábamos espacio. Cuatro personas en un piso pequeño…
—Claro, espacio. ¿Y a mí, en la vejez, buscando pisos de alquiler es normal?
—Te ayudamos con dinero…
—¡Vuestra ayuda no llega ni para pan! —la voz de Valentina temblaba—. Veinte años en vuestra familia. Crié a tus hijos mientras Sandra y tú trabajabais. Lavé, cociné, limpié. Y cuando crecieron y ya no fui útil, ¡fuera!
—No había otra opción…
—¡La había! Comprar un piso más grande. Pero no, prefiristeis gastarlo en el coche y en vacaciones en Ibiza.
Álvaro calló. Sabía que su madre tenía razón, pero admitirlo dolía.
—Escucha —dijo más bajo—, sé que no actuamos bien. Pero los niños no tienen culpa. Te quieren.
—Y yo a ellos —reconoció Valentina—. Por eso no quiero que vean cómo me tratáis. Que recuerden a la abuela cariñosa, no a la que usáis cuando conviene.
—¡No te usamos!
—¿No? ¿Quién llama cada semana pidiendo que los cuide? ¿Quién los trae enfermos porque no pueden ir a la guardería? ¿Quién los deja los fines de semana para “descansar”?
Álvaro abrió la boca, pero ella continuó:
—Y cuando me dio el corazón el mes pasado, ¿quién vino? ¡Ramona! No mi hijo, no mi nuera, sino una vecina.
—Tenemos trabajo, los niños…
—Todos tienen trabajo e hijos. Pero la gente normal no olvida a sus padres.
Valentina seguía en el umbral, sin dejarlo pasar. Álvaro entendió que hoy no habría acuerdo.
—Vale —recogió las bolsas—, pero esto no está bien. Los niños preguntan por qué su abuela ya no los quiere.
Las palabras le clavaron el corazón, pero no cedió.
—Diles que la abuela está cansada de ser útil.
Él se fue, y ella cerró la puerta, apoyándose contra ella. Las lágrimas ardían, pero no lloró. Se sentó en el sillón donde antes leía cuentos a Lucía.
Llevaba seis meses en este piso alquilado. Un pequeño estudio en las afueras, lejos de su antigua casa. La dueña era amable, pero era un lugar frío, sin su esencia.
Todo empezó aquella cena. Álvaro y Sandra hablaban en voz baja, pero ella escuchó:
—¿No crees que tu madre debería buscar su sitio? —dijo Sandra—. Los niños necesitan espacio.
—No sé —respondió él—. Ella nos ayuda con ellos.
—Ayuda, sí, pero ¿a qué precio? Siempre protestando, malcriándolos, criticándome. Ayer dejó a Lucía con los dibujos hasta las once.
—Podríamos hablarlo…
—¿Hablar? Cree que le debemos todo. Pero es nuestro piso, nuestros hijos. No necesitamos que nos digan cómo criarlos.
Valentina no durmió esa noche. A la mañana siguiente, Sandra fue directa:
—Valentina, Álvaro y yo pensamos que deberías buscar tu propio hogar.
—¿Cómo?
—Eres independiente. Y aquí estamos apretados.
—¿Ahora estáis apretados? ¿Y los veinte años anteriores?
—Los niños eran pequeños, necesitábamos ayuda —intervino Álvaro—. Ahora no.
—Ya veo. Mientras fui útil, viví aquí. Cuando dejé de serlo, me echáis.
—¡No es así! —protestó él—. Solo sugerimos que vivas aparte.
—¿Con qué? ¿Con una pensión miserable?
—Te ayudaremos —aseguró Sandra—. Al principio, claro.
“Al principio”. Como si ella hubiera pedido limosnas, y no entregado su vida.
—Bien —dijo—. Buscaré piso. Pero recordad: al irme, os quedáis sin abuela.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Álvaro.
—Lo que oyes. No habrá más abuela disponible día y noche. Queríais independencia, ¡pues disfrutadla!
Sandra palideció.
—Pero eso es caro…
—Mi ayuda fue gratis veinte años. Creo que es suficiente.
Intentaron disculparse, pero ella ya había entendido: la habían usado.
El piso lo encontró rápido. La dueña, una anciana, le cobró poco por lástima. La mudanza fue dura. Lucía lloró, aferrándose a su falda:
—¡Abuela, no te vayas!
—Cariño, solo me mudo. Vendrás a verme.
Pero Lucía no volvió. Los primeros días, Álvaro llamó. Luego, menos. Hasta que dejó de hacerlo. Sandra no quería relación con una suegra “problemática”. Y él, como siempre, la obedecía.
El golpe más fuerte llegó un mes después. Álvaro llamó desesperado:
—Mamá, es urgente. Sandra está enferma. ¿Puedes cuidar a los niños?
—No.
—¿Cómo que no? ¡Son tus nietos!
—Tus hijos. Tú quisiste independencia.
—¡Pero los quieres!
—Sí. Pero no seré vuestra solución cuando os convenga.
Él gritó, la acusó de cruel. Ella calló, recordando cómo él también le gritaba cuando intentaba educar a los niños.
Las llamadas continuaron: Sandra enferma, la guardería cerrada, un fin de semana libre… Siempre la misma respuesta: “No”.
—Mamá, no seas infantil —decía él—. ¡No somos enemigos!
—No. Pero tampoco familia. La familia no echa a sus mayores.
—¡No te echamos! Te alquilamos un piso.
—¿Con qué? ¿Con mi pensión y vuestras migajasValentina apagó el teléfono definitivamente, sabiendo que, aunque el amor por sus nietos seguía intacto, su dignidad valía más que cualquier llanto manipulado o promesa vacía.