**LA MADRE QUE NO SE ELIGE**
Verónica no encontraba excusa alguna para que su marido, Alejandro, permitiera que su propia madre entrara en sus vidas con esa arrogancia. Sabía bien lo mucho que él había sufrido de niño, el frío que pasó, la indiferencia que soportó, mientras su hermano mayor, Adrián, nadaba en el cariño materno. Alejandro heredaba la ropa raída de Adrián, siempre relegado, siempre en segundo plano.
¿Por qué ahora, siendo un hombre adulto, con su propia casa, su familia, permitía que Carmen María llegara como si fuera su dueña? No de visita, sino como una reina reclamando su territorio. La habitación que ambos habían soñado como cuarto de su futuro hijo ahora olía a colonia barata y a críticas constantes.
—Ella es mi madre —murmuraba Alejandro, como si intentara convencerse más a sí mismo que a Verónica—. Solo un tiempo. Total, aún no hay niños.
Intentaba suavizar la situación, aunque algo dentro de él se rebelaba. Por fin había alcanzado esa vida soñada: una casa en las afueras de Madrid, un matrimonio con la mujer que amaba, noches sin ese miedo infantil a ser invisible. Y de pronto, allí estaba su madre. Con maletas, con reproches, con esa voz que siempre exigía lo que según ella “le correspondía”.
—¡Tú mismo dijiste que ese cuarto sería la habitación del bebé! —estalló Verónica—. Y ahora lo ocupa tu madre. Sin preguntar, sin discutirlo.
Alejandro calló. Había comprado esa casa precisamente por esas dos habitaciones: el dormitorio principal y el futuro cuarto de los niños. Porque quería una familia. Pero otra vez, sus sueños quedaban aplazados. Como en su infancia.
Todo volvía a repetirse.
Recordó cómo en el pequeño piso de su niñez, Adrián lo tenía todo: los mejores regalos, ropa nueva, pasteles en su cumpleaños. Mientras a él, Alejandro, le hablaban de ahorrar, de que “no podían permitírselo”, de que la alegría era un lujo. Recordaba a su madre sacando hasta el último euro para comprarle una chaqueta nueva a Adrián, mientras a él le daban zapatos usados del rastro. Sabía que él era el hijo “de lo que sobraba”.
Y ahora, su madre estaba de vuelta. Decía que solo serían unos días, pero ya había extendido sus cosas, ya daba órdenes, ya criticaba a Verónica: cómo cocinaba, cómo limpiaba, hasta cómo bebía agua. Y de nuevo, como antes, despertaba en Alejandro esa culpa antigua: nunca fue suficiente, nunca cumplió con sus expectativas.
Verónica intentaba aguantar. Pero cada vez era más difícil. Le contaba a Alejandro cómo Carmen María movía sus cosas de sitio, cómo tiraba la comida saludable del frigorífico para llenarlo de chorizos y guisos pesados, cómo hasta el agua mineral le parecía mal.
—Lo hace a propósito. Estoy segura —decía Verónica, apretando los puños.
Alejandro intentó hablar con su madre. Pero ella solo respondió:
—¿Me echas de una casa que compraste gracias a mis rezos? A ti y a Adrián os dejaré el piso, pero vosotros preferís esconderos de mí. ¡Desagradecidos!
Él se encogió de hombros. No quería ese piso. Pero cuando Verónica, con voz temblorosa, le mostró los papeles que encontró entre las cosas de Carmen María, a Alejandro se le heló la sangre. Todo estaba a nombre de Adrián: el piso, el garaje, incluso el pequeño huerto donde él plantaba patatas de niño. Todo lo que su madre le había prometido era mentira.
—A mí me decía que algún día sería mío. Que vivía por mí —Alejandro se dejó caer en el sillón.
No lloró. Pero su silencio era tan denso que a Verónica se le encogió el alma.
Al día siguiente, se fue al trabajo sin decir nada. Y al volver, descubrió que su madre ya no estaba. Sus maletas esperaban junto a la verja, y en los ojos de Verónica ardía algo que no era solo rabia.
—La eché, Ale. Perdona si debí hablarte antes, pero no pude más.
—¿Por los papeles? —preguntó él, exhausto.
—No solo. Cuando le dije que sabía la verdad, me llamó una cualquiera. Dijo que tú eras su hijo, y yo, una intrusa. Que ella tenía más derecho a vivir aquí que yo. Que esta casa es tuya, y por lo tanto, suya. Y que tarde o temprano me dejarías cuando ella te abriera los ojos.
Alejandro guardó silencio. Por primera vez en su vida, llamó a su madre… una víbora. Y ni siquiera se disculpó por la palabra.
—Y al final —añadió Verónica— nos maldijo. A mí, a ti, a nuestro futuro hijo. Dijo que lo perderíamos todo.
Alejandro asintió. Era demasiado familiar. Demasiado predecible.
Pasaron meses. La casa volvió a estar en calma. Verónica llevaba bajo el corazón a su hijo. Alejandro no llamó ni a su madre ni a Adrián. Simplemente los borró. Porque ya no quería ser cómodo para nadie.
Pero un día, paseando con el carrito del bebé, Verónica se encontró con una vecina de su antiguo barrio. Esta le confesó: Carmen María ya no vivía con Adrián. Más bien, él la había “ubicado”. En una residencia de ancianos. No pudieron convivir. Meses de peleas, hasta que él le cerró la puerta, diciendo que no había espacio en su vida para una madre caprichosa.
Verónica se quedó inmóvil. El corazón le dio un vuelco.
—No debe saberlo —susurró para sí—. No debe.
Y al llegar a casa, no dijo nada. Ni de la residencia, ni de cómo su suegra había pedido a los vecinos el número de su hijo. Nada.
Porque su Alejandro merecía paz, silencio, y una felicidad sencilla. Y si para eso tenía que cerrar los ojos ante el abandono de una anciana, lo haría. Porque el amor no es solo ternura. También son límites.
Y así viven. En una casa donde el cuarto de los niños espera risas, y el dormitorio ya no escucha mentiras. Donde Carmen María no dicta normas, y Verónica no aprieta los dientes de rabia.
Simplemente viven. Como una familia. De verdad.