La madre que dejó atrás a sus nietos

Carmen Álvarez dejó la taza sobre el platillo con tal brusquedad que el té salpicó el mantel. Al otro lado del teléfono, la voz indignada de su vecina Remedios seguía sonando:

—Carmen, ¿cómo puedes hacer esto? ¡Tus propios nietos! Son pequeños, ¿qué te han hecho ellos?

—Remedios, no te metas en lo que no te importa —respondió Carmen, seca—. Cada cual tiene sus razones.

—¿Qué razones pueden ser contra unos niños? A Lucía solo le faltan dos meses para cumplir cinco, y Miguelito ni siquiera tiene tres años. Te echan de menos.

Carmen suspiró y miró por la ventana. En el patio, los niños del barrio jugaban, y de pronto recordó cuando sus nietos corrían por allí. Lucía siempre le pedía que la empujara en el columpio, y el pequeñín Miguel tropezaba detrás de las palomas.

—No tengo tiempo para esto, adiós —dijo, colgando.

En la nevera seguían colgados los dibujos infantiles —garabatos de colores que Lucía llamaba «retratos de la abuela»—. Carmen los arrancó y los guardó en un cajón.

El timbre de la puerta la sobresaltó. Por la mirilla vio a su hijo Javier cargado con bolsas de la compra.

—Mamá, ábreme, por favor —pidió, agotado.

Carmen abrió, pero no se apartó del umbral.

—Si vienes otra vez a pedirme que cuide a los niños, puedes irte ahora mismo.

Javier dejó las bolsas en el suelo y la miró fijamente.

—Mamá, ¿qué tonterías son estas? María está enferma, tiene casi cuarenta de fiebre. Tengo que ir a trabajar y no tengo con quién dejar a los niños.

—Que contrates a una canguro. Con lo bien que os va económicamente…

—¡No se encuentra una canguro de un día para otro! Mamá, ¡son tus nietos!

—¿Mis nietos? —Carmen rió sin gracia—. Ah, ¿y cuando me echasteis de casa hace seis meses también eran mis nietos?

Javier se pasó una mano por la frente. Era la misma discusión de siempre.

—Mamá, ya te lo explicamos. Necesitábamos espacio. Con cuatro personas en un piso de dos habitaciones…

—¡Ah, espacio! Claro, y a mí, con mis años, buscando pisos de alquiler, ¿eso es normal?

—Te ayudamos con el dinero…

—¿Ayuda? ¡Una miseria! —la voz de Carmen subió de tono—. Veinte años viviendo con vosotros. Criando a tus hijos mientras tú y María trabajabais. Lavando, cocinando, limpiando… Y cuando ya no fui necesaria, ¡a la calle!

—Mamá, no había otra opción…

—¡La había! Comprar un piso más grande. Pero no, preferisteis gastar el dinero en un coche nuevo y en vacaciones en Grecia.

Javier calló. Sabía que su madre tenía razón, pero duele reconocerlo.

—Mira —dijo, más calmado—, sé que no actuamos bien. Pero los niños no tienen culpa. Te quieren.

—Y yo a ellos —reconoció Carmen—. Por eso no quiero que vean cómo sus padres me tratan. Prefiero que recuerden a la abuela cariñosa y no a la que usáis cuando os conviene.

—¡No te usamos!

—¿No? ¿Quién me llama cada semana para que vigile a los niños? ¿Quién los trae enfermos porque no pueden ir a la guardería? ¿Quién los deja los fines de semana para «descansar»?

Javier abrió la boca, pero Carmen siguió:

—Y cuando el mes pasado tuve ese mareo, ¿quién vino a verme? ¡Remedios! No mi hijo, no mi nuera, sino una vecina.

—Mamá, tenemos el trabajo, los niños…

—Todos tienen trabajo e hijos. Pero la gente decente no olvida a sus padres.

Carmen se plantó en la puerta sin dejarle pasar. Javier entendió que hoy no habría manera de convencerla.

—Vale —dijo, recogiendo las bolsas—. Pero esto no está bien. Los niños preguntan por qué su abuela ya no los quiere.

Las palabras le atravesaron el corazón, pero Carmen no cedió.

—Diles que la abuela está cansada de ser la solución fácil.

Cuando Javier se fue, Carmen cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella. Las lágrimas le quemaban la garganta, pero no lloró. Fue al salón y se sentó en el sillón donde antes le leía cuentos a Lucía.

Llevaba seis meses viviendo de alquiler en un piso minúsculo en las afueras. La dueña era amable, pero no era lo mismo. Vivir entre paredes ajenas, con olores ajenos…

Todo empezó aquella cena. Javier y María hablaban bajito, pero Carmen lo oyó todo desde su habitación:

—Oye, ¿no crees que ya es hora de que tu madre busque su propio piso? —dijo María—. Los niños necesitan su espacio.

—No sé —respondió Javier—. Ella nos ayuda con ellos.

—Ayuda, sí, pero ¿a qué precio? Siempre está quejándose, malcría a los niños, me critica… Ayer dejó a Lucía viendo dibujos hasta las once, sabiendo que yo lo prohíbo.

Carmen no durmió esa noche. A la mañana siguiente, María lo soltó sin rodeos:

—Carmen, Javier y yo creemos que deberías buscar un piso para ti.

Carmen atragantó el café.

—¿Qué dices?

—Eres una mujer independiente. Y aquí ya estamos apretados.

—¿Apretados? —repetió Carmen—. ¿Y durante veinte años no lo estuvimos?

—Entonces los niños eran pequeños y necesitábamos ayuda —intervino Javier—. Ahora ya no.

—Ah, claro. O sea, mientras fui útil, viví aquí. Y ahora que no os hago falta, fuera.

—Mamá, ¡no digas eso! —protestó Javier—. No te echamos. Solo te sugerimos vivir por tu cuenta.

—¿Con qué? ¿Con mi pensión de ochocientos euros?

—Te ayudaremos con dinero —dijo María—. Al principio, por supuesto.

«Al principio». Como si ella pidiera caridad y no hubiera dado su vida por esa familia.

—Muy bien —respondió Carmen—. Buscaré piso. Pero recordad una cosa: con el piso, perdéis también a la canguro.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que oyes. No habrá más abuela disponible las veinticuatro horas. Queríais independencia, pues disfrutadla.

María y Javier se miraron. No habían pensado en eso.

—Mamá, los niños te quieren —intentó Javier—. No dejarás de verlos, ¿verdad?

—Los veré. Los domingos. Un par de horas. Como las abuelas que viven solas.

—¿Y si necesitamos que los cuides un día? ¿O si nos ponemos malos?

—Buscad canguro. O llevadlos a la guardería.

María palideció:

—Pero es carísimo…

—Mi ayuda era gratis —recordó Carmen—. Veinte años de servicio gratuito. Creo que es suficiente.

Intentaron convencerla, pero Carmen ya lo vio claro: solo era útil. Cuando dejó de serlo, la desecharon.

Encontró piso rápido. La dueña, una señora mayor, le rebajó el precio por compasión: «pobrecilla, sus hijos la han echado».

La mudanza fue dura. Javier ayudó en silencio, con cara de culpable. Lucía lloró, aferrándose a su falda:

—Abu, ¡no quiero que te vayas!

—Cariño, no me voy. Solo viviré en otra casa.

—¿Puedo ir a verte?

—Claro que sí.

Pero Lucía nunca fue. Al principio, Javier llamaba, proponía visitas. LPero con el tiempo, los llamados se hicieron más esporádicos hasta desaparecer, y Carmen, aunque con el corazón encogido, comprendió que a veces el amor propio duele más que la soledad, pero es el único que no traiciona.

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