La madre que arruinó la felicidad de su hijo: un amor no correspondido

Lucía ajustó nerviosa el cuello de su blusa mientras se encontraba frente a un edificio antiguo de cinco plantas en el centro de Sevilla. En sus manos llevaba un ramo de flores para su futura suegra y una caja de pasteles caseros. Era el día de conocer a la madre de su prometido, Alejandro. Una jornada crucial, y como descubriría más tarde, no era para menos…

María Dolores, la madre de Alejandro, les recibió con severidad pero sin faltar a la educación. El piso era amplio, impecable, con un aire de elegancia anticuada. La mesa estaba llena: ensaladilla rusa, jamón serrano, encurtidos caseros. Se notaba el esfuerzo. Sin embargo, la mirada de la mujer no engañaba: fría, evaluadora, cargada de desdén.

—Bueno, Lucía, ¿en qué trabajas? ¿Dónde están tus padres? ¿Qué me dices de tu situación económica, de tus planes? — Las preguntas caían como piedras. Lucía intentó mantener la calma, respondiendo con serenidad.

Pero la tensión crecía. En un silencio incómodo, María Dolores dijo de repente:

—Alejandro, ven a ayudarme con los pimientos rellenos.

—Claro, mamá —respondió él, obediente.

Salieron, pero Lucía escuchó perfectamente la voz de la mujer desde la cocina. Primero susurrando, luego cada vez más alto.

—¿Te has vuelto loco? Es una trepa, una ambiciosa. La vi en la pastelería, limpiando el suelo. ¿Esa va a ser tu esposa? ¡Tú eres un hombre hecho, con tu propio negocio, y ella te arrastra a su barrio humilde! ¿Para qué te quiere? ¡Tienes piso, coche, posición! ¿Y ella qué?

El corazón de Lucía latía como un tambor. Las manos se le helaron. Se levantó en silencio, se puso la chaqueta y salió. Sin dramas, sin palabras. Solo un frío en el pecho y un “todo claro” en sus labios.

Con Alejandro se conocieron en la pastelería. Él solía comprar dulces para él y su madre. Aquel día, Lucía estaba tras el mostrador. Algo surgió al instante: una mirada, una sonrisa, unas palabras.

—Para mi madre, los de canela. Para mí, los de almendra. Y una caja de pepitos. ¿Te puedo invitar a dar un paseo esta tarde?

—Hoy no puedo, cierro tarde. Otro día, quizá.

Seis meses después, él le pidió matrimonio. Resultó ser dueño de varias pastelerías, un negocio heredado de su madre. Ella lo fundó, él lo expandió. No le daba vergüenza trabajar: fregaba suelos, atendía a los clientes.

—Mi vida es sencilla —decía Lucía—. Mi madre, mi abuela, mi hermana. Vivimos en un piso que heredamos.

—Yo vivo con mi madre. Tenemos un ático. Podrías mudarte con nosotras.

—No. No dejaré a mi abuela. Podemos buscar algo juntos, pero no me iré contigo.

—Pero si es un suburbio.

—Es una casa nueva en las afueras. No confundas.

Tras aquel desastroso encuentro, Lucía evadió cualquier conversación sobre la boda. Alejandro insistía:

—Mamá solo está nerviosa. Pero te ha aceptado. Ha hecho averiguaciones, lo sabe todo. Quiere conocer a tu abuela.

—¿Averiguaciones? ¿Aceptada? No, mi abuela irá a un café. Que se conozcan allí. Y sin juzgar mi casa.

La boda, al final, se celebró. Alejandro se mudó con Lucía. Un año entero de paz, incluso felicidad. Hasta que empezaron las visitas de la suegra.

—Qué bonito tenéis esto. Yo me quedaría a vivir aquí —decía, recorriendo la casa con la mirada.

Y entonces estalló el infierno. Alejandro perdió su trabajo, y poco después, Lucía descubrió la verdad: antes de casarse, había pedido un crédito enorme… para un piso de su hermana. Él debía pagarlo. Todo fue un secreto, hasta que el banco empezó a llamar.

María Dolores irrumpió en la casa como una furia.

—¡Mira lo que has hecho, Lucía! ¡Mi hijo lo ha dado todo por ti y ahora está endeudado! ¡Tú lo has arruinado!

—¿De qué hablas? Vive aquí gratis, no paga nada, come de lo mío. ¿Qué deudas?

—¡Trabaja para ti y no tiene dinero! ¿Dónde está su sueldo?

—Alejandro, explícame esto. ¿Qué está pasando?

—¡Cállate, Alejandro! —rugió María Dolores.

—¡Basta! Alejandro, habla. ¿Qué crédito?

—Pedí un préstamo… seis meses antes de la boda. Para mi hermana. Se divorció, tiene hijos… Mamá me pidió ayuda.

—¿Y cuándo pensabas decírmelo?

—No lo sé…

—¿Y ahora qué?

—Págala. Sois una familia, así que juntos —sentenció María Dolores.

—No. Ya no somos familia. Salid de aquí. Los dos.

—¿Lo dices en serio? —Alejandro palideció.

—Totalmente. Deja las llaves.

Se fue. Sin gritos. Sin abrazos. Solo con una maleta. Lucía, sin derramar una lágrima, cerró la puerta tras él. Inició el divorcio. No había nada que repartir.

Él volvió a vivir con su madre, su hermana y sus sobrinos. Encontró trabajo. Paga el crédito. Sobrevive.

¿Y Lucía? Amplió su pastelería. Se hizo más fuerte. Y supo una cosa con certeza: el amor no es sacrificio ni confianza ciega. Es honestidad, respeto y elección. La elección de cuidarse a sí misma, no de salvar a otro.

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