**Una Novia No del Gusto de la Madre**
Hoy recuerdo aquel día con un nudo en la garganta. Nerviosa, me ajusté el cuello de la blusa mientras llegaba a un modesto edificio de cinco pisos en el centro de Zaragoza. En mis manos, un ramo para mi futura suegra y una caja de magdalenas caseras. Iba a conocer a la madre de Miguel, mi prometido. Un encuentro que cambiaría todo… y no para bien.
Doña Carmen, su madre, nos recibió con una cortesía fría. Su piso era amplio, impecable, con cierto aire anticuado. La mesa estaba llena de ensaladas, jamón y encurtidos. Se había preparado. Pero sus ojos no mentían: desconfianza, frialdad, ese desdén que evalúa y descarta.
—Vamos, Vega, ¿en qué trabajas? ¿Dónde están tus padres? ¿Qué planes tienes? —Las preguntas caían como piedras. Respondí con calma, conteniendo el temblor.
La tensión crecía. En un silencio incómodo, Doña Carmen ordenó:
—Miguel, ven a la cocina, ayúdame con los canelones.
—Claro, mamá —dijo él, obediente.
Salieron, pero escuché su voz desde la cocina. Primero susurros, luego más fuerte:
—¿Estás loco? Es una trepa, una cualquiera. La vi en la pastelería, ¡fregando el suelo! ¿Ésta es tu mujer? Tú, con tu negocio, tu piso en el centro… y ella te arrastra a un suburbio. ¿Qué quiere de ti?
Mi corazón latía como un tambor. Me levanté en silencio, tomé mi abrigo y salí. Sin dramas, sin palabras. Solo el frío de la decepción.
Todo empezó en la pastelería. Miguel solía comprar dulces para su madre. Un día, yo estaba tras el mostrador. Hubo algo entre nosotros: una mirada, una sonrisa.
—Para mi madre, con canela. Para mí, de almendra. Y… ¿te apetece dar un paseo esta noche?
—Hoy no puedo, cierro tarde. Otro día.
Seis meses después, me pidió matrimonio. Resultó ser dueño de varias pastelerías, un negocio heredado de su madre. Él trabajaba sin asco, desde limpiar hasta atender a los clientes.
—Mi vida es sencilla —le expliqué—. Vivo con mi madre y mi abuela en una casa heredada.
—Pues yo vivo con mi madre. Podrías mudarte con nosotras.
—No dejaré a mi abuela. Podemos buscar algo juntos, pero no iré a tu casa.
—¡Eso es un arrabal!
—Es una urbanización. No confundas.
Tras aquel desastre, evité hablar de la boda. Miguel insistía:
—Mamá solo está nerviosa. Ya te aceptó. Quiere conocer a tu abuela.
—¿Aceptarme? ¿Y lo de “investigarme”? No. Se verán en una cafetería. Sin juicios sobre mi casa.
Al final, nos casamos. Miguel se mudó conmigo. Un año de paz… hasta que llegaron las visitas de Doña Carmen.
—Qué bonito es esto. Me quedaría a vivir —decía, recorriendo la casa con ojos codiciosos.
Entonces, el desastre. Miguel perdió el trabajo y descubrí la verdad: antes de la boda, había pedido un préstamo enorme… para un piso de su hermana. Lo ocultó hasta que el banco llamó.
Doña Carmen irrumpió como un huracán.
—¡Mira lo que has hecho, Vega! Mi hijo lo dio todo por ti y ahora está arruinado. ¡Tú lo envolviste, lo despojaste!
—¿De qué hablas? Vive aquí sin pagar nada. ¿Qué deudas?
—¡Trabaja para ti y no tiene un duro! ¿Dónde está su sueldo?
—Miguel, explícame esto.
—¡Cállate, Miguel! —gritó ella.
—¡Basta! ¿Qué préstamo?
—Lo pedí… para mi hermana. Se divorció, tiene hijos… Mamá me pidió ayuda.
—¿Y cuándo ibas a decírmelo?
—No sé…
—¿Y ahora qué?
—Paga. Sois una familia —sentenció Doña Carmen.
—No. Ya no. Salid los dos.
—¿En serio? —Miguel palideció.
—Totalmente. Deja las llaves.
Se fue. Sin gritos, sin abrazos. Solo un maletín y silencio. Yo no lloré. Cerré la puerta y presenté el divorcio. No había nada que repartir.
Ahora vive con su madre, su hermana y sus sobrinos. Trabaja, paga su deuda… sobrevive.
Y yo… amplié la pastelería. Aprendí. El amor no es sacrificio ni ceguera. Es honestidad, respeto y elegir… no salvar al otro, sino cuidar de una misma.