La madre presentaba periódicamente a nuevos “esposos

La madre de Claudia traía periódicamente a casa nuevos “maridos”ella recordaba a tres. Pero ninguno se quedaba; se iban. Su madre lloraba, la abrazaba y le decía: “No te preocupes, hija, al final todo saldrá bien”. Luego partía al trabajo.

El último duró dos semanas. Pero cuando su madre dejó de comprarle alcohol, se entristeció y también se marchó, llevándose consigo unos pendientes de plata de su joyero. Ella no denunció el robo. Dijo que era culpa suya.

Tras eso, hubo cinco años de calma. Claudia pensó que al fin vivirían tranquilas. Pero no. Cumplidos sus quince, su madre se enamoró. Le hablaba maravillas de él, de lo bueno que era, de lo mucho que la amaba.

Claudia saltaba de alegría, creyendo que su madre había encontrado felicidad. Cuando conoció a Javier, también le cayó bien. Vestía con elegancia, bebió solo un vasito de vino en la cena y bromeó con ingenio. Se fue a dormir temprano, dejándolos en la cocina. Supuso que al día siguiente lo vería allí. Pero una hora después, escuchó cerrarse la puerta. Se había ido.

A la mañana, su madre no paraba de elogiarlo. Dijo que trabajaba en el ayuntamiento, que era respetable, que cuidaba su reputación. Habló de mudarse a su piso después de casarse, pero vivirían un año más allí hasta que Claudia terminase el instituto.

Poco después se casaron. Él siempre fue discreto, llamaba antes de entrar a su habitación. Claudia dejó de cohibirse con él. Compartía sus preocupaciones en la cena y Javier escuchaba.

Su madre, entretanto, floreció. Él la mimó. Pronto lució nuevos pendientes y más tarde un collar de oro.

El año pasó rápido. Terminaron las reformas en el piso de él. La invitaron a mudarse, pero Claudia, ya mayor de edad, quiso independizarse. Aunque no tenía ingresos, Javier aseguró que no sería problema. Podría estudiar en el instituto técnico y después él le conseguiría un buen empleo.

Antes de irse, Javier le dijo: “Visítanos cuando quieras. No dudes en pedirnos ayuda. Somos familia”.

Su regalo de graduación fue un colgante de oro. Adoraba tanto el detalle que pasó días admirándose en el espejo.

Al principio de su vida sola, la soledad la abrumó. Iba a visitarlos con frecuencia. Luego, las responsabilidades la absorbieron. A veces su madre aparecía con comida o dinero; otras, se veían por casualidad en la calle.

Claudia comenzó sus estudios. La vida universitaria le encantaba. Visitaba a sus padres los fines de semana.

En una de esas visitas, le avisaron: Javier se iba un año a trabajar fuera. Su madre lo acompañaría. Le enviarían dinero.

Los despidió en la estación. Su madre intentó llorar, pero Claudia rio: “Mamá, ¡tengo casi diecisiete! Soy una adulta. Prometo portarme bien”.

Pasaron meses. Regresaron brevemente en Navidad, cargados de regalos. Después, otra llamada: la estancia se prolongaba dos años más. Javier volvería para recoger cosas y alquilar el piso.

Una tarde, al volver de clase, escuchó ruidos en su habitación. Era Javier. “Hola, ¿ya llegaste?”

“Claudia, hola. Sí, estaba organizando espacio”.

La miró sin reconocerla. En aquel tiempo, se había transformado: más femenina, con curvas, maquillaje.

Ella dejó la mochila. “Voy a cambiarme y te preparo algo”.

Mientras lo hacía, él vio su reflejo en el espejo del pasillo. Su respiración se agitó.

Cenaron. Ella le preparó la cama en la habitación de invitados. Él no podía dormir, atormentado por la imagen de Claudia.

Horas después, apareció en su cuarto, envuelto en una toalla. “¿Necesitas algo?”

Tres días después, se fue. Ella suspiró aliviada, intentando olvidar. Pero tres meses más tarde, volvió. Y ocurrió de nuevo.

Esta vez, la dejó con vergüenza y asco. Peor aún: estaba embarazada.

Él evitó sus llamadas. Finalmente, contestó: “¿Tanto me extrañaste?”

“Estoy embarazada”.

“¡Maldición! ¿Cómo pasó esto?”.

Temía perder su promoción de trabajo. “Te enviaré dinero. Haz lo que sea necesario. Que nadie se entere”.

Claudia se desesperó. La vergüenza la aplastaría. La echarían del instituto, señalarían con el dedo. Si se sabía quién era el padre, destruiría a su familia.

Javier regresó con dinero y una dirección: una casa rural, lejos de allí. “Ve. Sin tus padres, no te practicarán un aborto. Encuentra a alguna curandera”.

Con lágrimas, partió.

El lugar era apartado. Una anciana le indicó una casa al borde del bosque. Una mujer arrugada la recibió. “¿Qué buscas, pecadora?”.

Claudia sollozó. La otra escupió: “¿Vienes para que mate a tu hijo con mis manos?”.

Ella huyó, aterrorizada.

Mientras tanto, Andrés, un hombre que había purgado condena por homicidio involuntario, vivía en soledad en aquel pueblo. Una mañana, pescando al amanecer, vio a una joven al borde del acantilado, con un bebé en brazos. Entendió su intención.

Se lanzó al río. Rescató a la niña.

Claudia, arrepentida, se arrojó tras ella. Andrés la rescató también, no sin antes dejarla inconsciente para evitar que lo ahogara.

En su casa, atendió a ambas. La pequeña, recién nacida, necesitaba cuidados urgentes. Limpió el cordón umbilical, improvisó un biberón.

Al despertar, Claudia lo miró con terror. “¿Quién eres?”.

“Soy Andrés”.

Cuando vio a su hija, rompió en llanto. “¿Por qué la salvaste?”.

Él la dejó con la niña, furioso.

Pasaron días. Ella se recuperó. Él viajó al pueblo por suministros.

Al volver, la encontró amamantando. Claudia sonrojó. Andrés apartó la vista, ocupándose de ordenar pañales y ropa.

Una noche, hablaron. “No podemos seguir así. La niña necesita papeles”.

Ella confesó todo: el abuso, el embarazo, su desesperación.

Andrés llamó a un conocido, un funcionario. Con su ayuda, falsificaron un matrimonio para inscribir a la niña.

Claudia llamó a su madre. “Me casé, tengo una hija”.

Su madre gritó de alegría. “¡Dame tu dirección! Iré con Javier”.

“No, mamá. Ya iremos nosotros”.

Colgó. Andrés le sonrió. “No pienso echarte”.

Un año después, visitaron a su madre. Al llegar, la encontraron esperando en la puerta. “¡Claudia!”.

Se abrazaron.

“Javier lamenta no estar. Lo llamaron de urgencia”.

Claudia y Andrés intercambiaron miradas. Ella rezó por no ver nunca más a su padrastro.

La vida, al fin, les sonreía.

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La madre presentaba periódicamente a nuevos “esposos