—¡¿Qué dices, madre?! —exclamó Lucía, agarrándose al respaldo de la silla—. ¡¿Cómo que no soy tu hija?! ¡Si soy tu propia sangre!
—¡No me levantes la voz! —Carmen Martínez hizo un gesto de fastidio sin apartar los ojos del periódico—. He dicho lo que he dicho. ¿Y quién eres tú para reclamarme?
—Mamá, ¿qué estás haciendo? —entró corriendo Álvaro, el marido de Lucía—. ¡Los vecinos ya están golpeando la pared!
—Que golpeen —refunfuñó la anciana—. En mi casa digo lo que me da la gana.
Lucía se dejó caer en el sofá, sintiendo que las piernas le flaqueaban. Todo había empezado por una tontería: le pidió a su madre que no tirara los restos de la sopa, quería recalentarlos al día siguiente. Y la respuesta que recibió la dejó sin palabras.
—Mamá, ¿tal vez tienes la presión alta? —preguntó Lucía con cuidado—. ¿Has tomado la medicación?
—¿Qué tiene que ver la presión? —Carmen Martínez dejó el periódico y miró a su hija con ojos fríos—. Te lo he dicho claro: no eres mía. Nunca lo has sido.
Álvaro intercambió una mirada con su esposa. En treinta años de conocer a su suegra, la había visto de todos los humores, pero nunca en un arrebato así.
—Carmen, ¿quieres que llamemos al médico? —propuso él—. Hoy no pareces tú.
—¡Estoy en pleno uso de mis facultades! —replicó la anciana—. ¡Estoy harta de fingir! ¡Basta ya de hacer teatro como si fuéramos la familia perfecta!
A Lucía se le cortó la respiración. Un nudo le cerró la garganta, y una sola idea daba vueltas en su cabeza: ¿De verdad piensa eso? ¿Toda la vida ocultando que no me quiere?
—Mamá, ¿qué estás diciendo? —su voz tembló—. Siempre he estado a tu lado. Te cuidé cuando enfermaste. Te ayudé económicamente, te traía la compra…
—¡Eso! —Carmen se levantó de golpe, y el periódico cayó al suelo—. ¡Todo por lástima! ¿Crees que no lo noto? ¡Actúas por obligación!
—¿Por lástima? —Lucía no daba crédito—. ¡Pero si te quiero, mamá!
—¡No mientas! —la anciana se acercó a la ventana y miró al patio—. Nadie me quiere. Ni tú tampoco.
Álvaro le cogió la mano a su mujer en silencio. Lucía estaba pálida como el papel, temblorosa.
—Vamos a la cocina —susurró él—. Déjala que se calme.
—No —Lucía se levantó—. Mamá, explícame qué pasa. ¿Por qué dices eso?
Carmen se volvió lentamente. Una mueca extraña le torció el rostro.
—¿Qué hay que explicar? ¿Crees que no sé lo que dices de mí? “Vieja, enferma, una carga”.
—¡Nunca he dicho eso!
—¡Venga ya! —hizo un gesto de desprecio—. Os he oído a ti y a tu marido. Cuchicheando en la cocina, pensando que no escuchaba. Pero oigo más de lo que crees.
Álvaro frunció el ceño. Intentaba recordar qué conversación podía haberla alterado tanto.
—¿De qué hablamos? —preguntó.
—¿No te acuerdas? —Carmen entrecerró los ojos—. De que habíais pensado en internarme en una residencia. Que os estorbaba.
Lucía soltó un grito ahogado. Era cierto, hacía un mes lo habían comentado. Pero no por desprenderse de ella, sino por preocupación. Carmen empezaba a olvidar la estufa encendida, a no reconocer a vecinas de toda la vida.
—Mamá, no queríamos mandarte a ninguna parte —intentó explicar Lucía—. Solo nos asustaba que…
—¡No me vengas con cuentos! —la interrumpió la anciana—. ¡Lo he captado todo! ¡Estoy harta de vuestra falsa preocupación!
—Carmen, sabe que la queremos —intervino Álvaro—. Lucía no se separó de usted cuando estuvo enferma. Pasó noches enteras…
—¡Por deber! —cortó la mujer—. ¡Porque “hay que hacerlo”! ¡Pero cariño, ninguno!
Las lágrimas nublaron la vista de Lucía. ¿Cómo podía hablar así? Toda su vida había intentado ser una buena hija. Incluso cuando apenas podía con sus hijos, siempre hacía hueco para su madre.
—Mamá, ¿por qué me haces esto? —su voz se quebró—. ¿Qué te he hecho?
—¿Qué me has dado? —Carmen se dejó caer en el sillón—. Vives tu vida, vienes cuando toca, preguntas por salud. ¿Y piensas que con eso basta?
—¡Pero si te llamo cada día! ¡Te traigo la compra, llamo a los médicos!
—¡Todo por compromiso! —negó con la cabeza—. ¿Y tu corazón dónde está? ¿Cuándo fue la última vez que viniste solo por verme? ¿Por charlar, por reír?
Lucía reflexionó. Era verdad, últimamente solo hablaban de medicinas, recados, reparaciones…
—Mamá, tengo mi familia, el trabajo…
—¡Eso! —la interrumpió—. Tú lo tienes todo. ¿Y yo? ¡Nadie! Aquí, entre cuatro paredes, esperando que mi hija tenga un minuto.
—¡Pues vente a vivir con nosotros! ¡Te lo he propuesto mil veces!
—¿Para ser una carga más? ¿Para que mis nietos me miren raro y mi yerno respire aliviado cuando me vaya?
Álvaro abrió la boca, pero Carmen no le dejó hablar.
—¿Crees que no lo veo? Vienes con prisas, como si fuera un trámite. ¡Como si yo fuera un trámite!
Lucía se tapó el rostro con las manos. Lo peor era que algo de razón tenía. Sí, a menudo pensaba en sus problemas mientras estaba allí.
—Solo intentaba ayudarte —musitó.
—¡Ayudar! —bufó la anciana—. ¿Y hablarme como a una persona? ¿Preguntarme qué siento? ¿Contarme tú algo de verdad?
—Yo te cuento…
—¿El qué? Que hay mucho trabajo, que Laura suspende, que faltan euros. ¿Y de ti? ¿De tus miedos, tus alegrías?
Lucía alzó la mirada. Su madre la observaba con desesperación en los ojos.
—Pensé que no te importaba…
—¿Que no me importa? —Carmen se acercó—. ¡Siento hasta tu respiración cambiada! Sé cuándo estás triste, cuándo algo te ilumina… ¡Pero tú me ocultas todo!
—No quería agobiarte.
—¿Para qué están las madres entonces? —Carmen se sentó junto a ella—. ¿Solo para darles tazas de caldo?
El silencio se instaló. Álvaro, junto a la ventana, se sentía fuera de lugar.
—¿Sabes lo que más me duele? —Carmen rompió el hielo—. Que no me ves. Solo ves a una vieja que necesita que le llenen la nevera.
—No es cierto…
—¡Sí! ¿Cuándo me preguntaste qué pienso? ¿Qué me quita el sueño?
Lucía buscó en su memoria, pero solo recordaba conversaciones sobre pastillas y facturas.
—Dime, mamá… ¿Qué quieres?
La anciana esbozó una sonrisa triste.
—Demasiado tarde.
—Más vale tarde…
Carmen miró por la ventana antes de responder.
—Que me quieran de verdad. No por pena. Que mi hija venga porque me echa de menos, no por obligaciónY, en ese instante, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas, Lucía entendió que el amor verdadero no se demuestra con recados cumplidos, sino con tiempo regalado y silencios compartidos.