—¡¿Qué dices, madre?! —gritó Lucía, agarrándose al respaldo de la silla—. ¡¿Cómo que una extraña?! ¡Soy tu hija!
—¡No me grites! —María Luisa movió la mano sin levantar la vista del periódico—. Dije lo que dije. Y tú, ¿quién eres para ordenarme?
—Mamá, ¿qué estás haciendo? —entró corriendo Álvaro, el marido de Lucía—. ¡Los vecinos están dando golpes en la pared!
—Que golpeen —refunfuñó la anciana—. En mi casa digo lo que quiero.
Lucía se dejó caer en el sofá, las piernas temblorosas. Todo había empezado por una tontería: le había pedido a su madre que no tirara los restos de la sopa para calentarlos al día siguiente. La respuesta la dejó paralizada.
—Mamá, ¿te subió la tensión? —preguntó Lucía con cuidado—. ¿Has tomado las pastillas?
—¿Qué tiene que ver la tensión? —María Luisa finalmente apartó el periódico y la miró con ojos fríos—. Te lo he dicho claro: eres una extraña. Siempre lo has sido.
Álvaro intercambió una mirada con Lucía. En treinta años de conocer a su suegra, jamás la había visto así.
—María Luisa, ¿quiere que llamemos al médico? —propuso él—. Hoy no parece usted misma.
—¡Estoy en mis cabales! —estalló la anciana—. ¡Estoy harta de fingir! ¡Basta de teatro familiar!
A Lucía se le cortó la respiración. Un nudo le atenazaba la garganta mientras una idea le daba vueltas en la cabeza: ¿de verdad su madre pensaba eso? ¿Habría fingido cariño toda su vida?
—Mamá, ¿cómo puedes decir eso? —su voz temblaba—. Siempre he estado aquí. Te cuidé cuando enfermaste, te ayudé con el dinero, traje la compra…
—¡Exacto! —María Luisa se levantó de un salto, el periódico cayó al suelo—. ¡Todo por lástima! ¿Crees que no me doy cuenta?
—¿Lástima? —Lucía no podía creer lo que oía—. ¡Te quiero, mamá!
—¡No mientas! —la anciana se acercó a la ventana, mirando fijamente el patio—. Nadie me quiere. Ni tú.
Álvaro tomó la mano de su mujer. Lucía estaba pálida como el papel, temblando.
—Vamos a la cocina —susurró él—. Déjala que se calme.
—No —Lucía se levantó—. Mamá, explícame qué pasa. ¿Por qué dices eso?
María Luisa se volvió lentamente. Una sonrisa extraña se dibujó en su rostro.
—¿Qué hay que explicar? ¿Crees que no sé lo que dices de mí? Vieja, enferma, una carga…
—¡Nunca he dicho eso!
—¡Venga ya! —agitó la mano—. Los oí a ti y a tu marido. Cuchicheando en la cocina, pensando que no escuchaba. Pero oigo muy bien, nunca lo olvides.
Álvaro frunció el ceño, intentando recordar qué había dicho para ofenderla.
—¿De qué hablamos? —preguntó.
—¿No te acuerdas? —María Luisa entrecerró los ojos—. De meterme en una residencia. De que les estorbaba.
Lucía ahogó un grito. Efectivamente, hacía un mes lo habían comentado. Pero no por deshacerse de ella, sino por miedo: su madre olvidaba el fuego encendido, a veces no reconocía a vecinos de toda la vida.
—Mamá, nunca quisimos eso —intentó explicar Lucía—. Nos preocupábamos por ti…
—¡No me engañes! —la interrumpió—. ¡Estoy harta de esta farsa!
—María Luisa, sabemos que la quiere —intervino Álvaro—. Lucía no se separó de usted cuando estaba enferma.
—¡Por obligación! —cortó la anciana—. ¡Pero cariño verdadero, jamás!
Las lágrimas asomaron en los ojos de Lucía. ¿Cómo podía negar su amor? Siempre había sido una hija entregada, incluso cuando sus propios hijos la reclamaban.
—Mamá, ¿por qué me haces esto? —su voz se quebró—. ¿Qué te he hecho?
—¿Qué me has dado? —María Luisa volvió a sentarse—. Vives tu vida, pasas por aquí como un trámite. ¿Crees que con eso basta?
—¡Te llamo cada día! ¡Hago la compra, hablo con los médicos!
—¡Todo por rutina! —negó con la cabeza—. ¿Y tu corazón dónde está? ¿Cuándo viniste por última vez solo a charlar?
Lucía reflexionó. Era cierto: últimamente solo hablaban de recetas, facturas o reparaciones.
—Tengo mi familia, mi trabajo…
—¡Eso! —la interrumpió—. Tú lo tienes todo. ¿Y yo? ¡Nadie! Me pudro aquí sola, esperando que mi hija se digne a visitarme.
—¡Ven a vivir con nosotros! ¡Te lo he pedido mil veces!
—¿Para ser una carga? ¿Para que mis nietos me miren raro?
Álvaro intentó protestar, pero María Luisa no se lo permitió.
—Cuando vienes, miras el reloj. Como si esto fuera una penitencia.
Lucía se cubrió el rostro con las manos. Había verdad en aquellas palabras, y eso dolía más.
—Solo quería ayudarte —dijo débilmente.
—¿Ayudarme? —resopló la anciana—. ¿Y hablarme como a una persona? ¿Preguntarme qué siento?
—Te lo cuento…
—¿El qué? Que el trabajo te agobia, que Carla suspende, que falta dinero. ¿Y de ti? ¿De tus sueños, tus miedos?
Lucía alzó la vista. Su madre la miraba con desesperación.
—Pensé que no te interesaba…
—¿Que no me interesa? —María Luisa se acercó—. ¡Siento cada cosa que te pasa! Pero tú me ocultas todo.
—No quería preocuparte.
—¿Para qué están las madres, entonces? —preguntó, sentándose a su lado—. ¿Solo para darles de comer?
El silencio llenó la habitación. Álvaro, junto a la ventana, se sentía fuera de lugar.
—¿Sabes qué duele más? —susurró María Luisa—. Que no me ves. Para ti soy una vieja a la que mantener.
—No es cierto…
—¡Sí! ¿Cuándo me preguntaste qué pienso? ¿Qué deseo?
Lucía buscó en su memoria, pero solo encontró conversaciones sobre medicinas.
—¿Qué quieres, mamá? —preguntó al fin.
Su madre sonrió tristemente.
—Demasiado tarde.
—Más vale tarde…
María Luisa miró por la ventana antes de responder.
—Quiero que me quieran de verdad. Sentirme necesitada. Que vengas porque me echas de menos, no por compromiso.
—¡Te echo de menos! —Lucía le cogió la mano—. No sé demostrarlo.
—¿No sabes o no quieres?
—Nadie me enseñó.
Su madre la miró, sorprendida.
—¿A qué te refieres?
—¿Recuerdas cómo me criaste? —Lucía respiró hondo—. “No llores”, “no molestes”, “ocúpate de lo tuyo”. Si intentaba un abrazo, me apartabas.
María Luisa frunció el ceño.
—Trabajaba mucho, estaba cansada…
—Lo entiendo. Pero crecí sin saber amar. Pensé que tú tampoco lo necesitabas.
—Siempre lo necesité —confesó la anciana—. Tampoco supe decirlo.
Se tomaron de las manos. Álvaro se acercó en silencioY mientras afuera caía la tarde, las tres tazas de café sobre la mesa se enfriaban en silencio, testimonio de un dolor que, al fin, había encontrado palabras para sanar.