La madre elegida y el amor verdadero: una historia inolvidable

10 de noviembre, Madrid

Anoche llegué al pueblo cuando ya oscurecía. Al abrir la verja, vi a mi madre sentada en el porche, con un ovillo de lana entre las manos.

—¡Carmencita! —exclamó, levantándose con esfuerzo—. ¿Por qué no me avisaste? Habría preparado el cocido que tanto te gusta.

La miré fijamente y solté de golpe:

—¿Y tú por qué no me dijiste?

—¿Qué cosa? —preguntó desconcertada, sin entender adónde quería llegar.

Un día antes, estaba preparando el viaje que tanto había esperado con mis amigos. Con Javier, mi novio, teníamos las maletas listas. Pero la llamada de mi hermana pequeña, Lucía, lo cambió todo: sospechaban que mi madre tenía una enfermedad grave. Sin dudarlo, cancelé las vacas, compré billetes y volé a casa.

—¿Quieres venir? —me preguntó Javier, preocupado.

—No, quédate. Descansa. Solo escríbeme cuando puedas. Y… te echaré de menos —respondí en voz baja.

Soy fuerte, reservada. Ya sé lo que es la traición y un matrimonio fracasado, no por oídas. Por eso no me apresuré a hablarles a mis padres de Javier. Quería estar segura: que esto fuera para siempre.

El viaje fue agotador. Dos transbordos, esperas interminables y, sobre todo, ese nudo en el estómago que no se iba. En dos años, apenas había vuelto al pueblo. Mi trabajo me mantenía lejos, y cada regreso dolía más.

Ella… no era mi madre biológica. Mi madrastra. Pero Lucía y yo siempre la llamamos “mamá”. Porque no solo llegó a nuestras vidas, sino que sanó esta familia.

Nuestra verdadera madre nos abandonó —infidelidades, desapego, indiferencia. Mi padre, intentando salvar su matrimonio, regresó de trabajar en el extranjero y se llevó a sus hijas consigo. Criarnos solo fue duro: la casa, dos niñas, la escuela, la rutina… todo cayó sobre sus hombros.

Hasta que apareció Rosario. Madre de tres hijos, maestra, atrapada en un matrimonio difícil. Una noche, su hijo menor llegó llorando a casa de los vecinos: «Papá está discutiendo con mamá». Mi padre intervino. Y unos días después, Rosario se mudó con nosotros.

—¿Y si me caso con doña Rosario? —nos preguntó a mis hermanas y a mí.

Lucía asintió emocionada: «¡Genial!». Yo callé. No quería compartir su atención. Pero todo cambió cuando enfermé gravemente. Rosario no se separó de mi cama, velándome por las noches, ofreciéndome aquel zumo de melocotón que tanto me calmaba.

—¿Siempre vas a ser así? —susurré entonces.

—No sé si podré reemplazar a vuestra madre… pero juro que nunca os haré daño —respondió.

Desde aquella mañana, todo fue distinto. La acepté. No como madrastra, ni como una extraña. Como mi madre.

Ahora, años después, volvía con el corazón en un puño.

—¿Por qué no me dijiste que estabas enferma? —pregunté, conteniendo las lágrimas al ver su rostro cansado.

—Mañana sabremos… —murmuró—. Pero hoy, Carmencita, estás en casa. Eso ya es felicidad.

La familia se reunió en la mesa como en Navidad. Todos disimulábamos el miedo. Lucía, ya graduada, daba clases en el instituto. Pablo ayudaba a mi padre en el taller. Álvaro preparaba el examen de Derecho. Sofía, la pequeña, soñaba con ser actriz.

Y Rosario… cuidaba de las cabras, aprendía a tejer y bromeaba sobre los nietos:

—Ya he hecho tres conjuntitos. ¡A ver cuándo llegan!

Al caer la noche, me senté con ella en la cocina. La abracé, acaricié sus manos ajadas.

—Mañana todo irá mejor. Lo sé —dije.

—Con lo ocupados que estáis todos… quizá no llegue a conocer a mis nietos —suspiró.

—No digas eso —sonreí, sacando el móvil para enseñarle una foto con Javier—. Te presento a Javier.

—Qué guapo… y tan atento —musitó al leer su mensaje: «¿Cómo estás? ¿Quieres que vaya?»

Sonreí. Sí, era el momento. Él era mi persona.

A la mañana siguiente, fuimos al hospital. Los resultados fueron buenos. No había enfermedad. Mamá lloró de alivio, y yo la abracé con fuerza:

—No vine en vano. ¡Todavía nos quedan conjuntitos por repartir!

**Lección aprendida:** El amor no entiende de sangre. A veces, la familia se elige. Y cuando lo haces bien, el destino te lo agradece con tiempo juntos.

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