**Diario de una Madre en el Día Más Difícil**
Hoy ha sido un día que jamás olvidaré. Todo empezó con la ilusión de ver a mi hija, Luisa, de 50 años, casarse con el hombre que creía el amor de su vida, Javier. Llevaba conmigo los gemelos de diamante de mi difunto marido, dispuesta a regalárselos a mi futuro yerno antes de la ceremonia.
Pero Javier caminaba demasiado rápido, y mis rodillas doloridas apenas me permitían seguirlo. Entonces lo vi acercarse a Marta, una de las damas de honor, y susurrarle algo al oído. Ambos se dirigieron hacia la parte trasera del restaurante. Intrigada, me acerqué sigilosamente y los vi entrar juntos al baño.
El corazón se me encogió. Abrí la puerta solo un poco y escuché:
—No puedo esperar más, cariño —dijo Javier, atrayendo a Marta hacia él.
—Ahora no, cielo —respondió ella—. Si nos descubren, todo nuestro plan se irá al traste.
—¿Acaso Javier y Marta…? —No podía creerlo.
—Solo una vez más antes de casarme con esa aburrida de Luisa —añadió él, mientras yo me apoyaba en la pared, temblando.
—Paciencia, Javier. Solo aguanta unos meses de matrimonio. Piensa en todo lo que ganaremos cuando te divorcies: millones de euros en propiedades y dinero. Pero solo si aguantas un poco más.
No podía soportar más. Corrí hacia el salón, donde Luisa, radiante en su vestido, acababa de subir al escenario para dedicarle una canción a Javier. El público enmudeció ante su voz, y cuando terminó, todos aplaudieron. Javier subió corriendo y la abrazó.
—Mamá, tengo que irme —me dijo Luisa cuando intenté advertirle—. Hablamos después, ¿vale?
No tuve valor para arruinar su felicidad. Pero decidí que, si Javier era un cazafortunas, Luisa lo descubriría por sí misma.
Al día siguiente, en el aeropuerto, fingí un mareo y pedí que me llevaran a su casa. Sabía que Marta y Javier se verían allí. Cuando llegué, su coche plateado estaba en la entrada, el motor aún caliente. Llamé a Luisa con una excusa y esperé.
Al asomarme por la ventana, los vi en el sofá, besándose sin pudor. Cuando Luisa llegó, le conté todo.
—¡No puede ser! —gritó, pero al entrar, Javier y Marta estaban sentados, hablando tranquilamente.
—¿De qué hablas, Luisa? —dijo él, fingiendo inocencia—. Estábamos planeando una sorpresa para ti.
Me acusaron de inventar cosas, de estar confundida. Intenté razonar con Luisa, pero Javier la manipuló hasta hacerme quedar como una mentirosa. El dolor en mi pecho fue tan intenso que caí al suelo. Desperté en el hospital: había sufrido un infarto.
Luisa no me creyó. Así que llamé a mi abogado y cambié mi testamento: todo iría a caridad. Si ella prefería creerle a él, no tendría ni un euro de la herencia.
Las semanas pasaron en soledad. Hasta que un día, llamaron a mi puerta. Era Luisa, con los ojos hinchados de llorar.
—Mamá… tenías razón —susurró, derrumbándose en mis brazos—. Javier solo quería mi dinero.
Aunque me dolió su dolor, al menos supe que al fin estaba a salvo de él.