La madrastra.

— ¡No voy! — gritó Rocío cerrando de golpe la puerta de su habitación.
— ¡Ay, la señorita! Menuda joya tenemos — murmuró Encarnación ajustándose la bata. — Vive a mi costa y encima pone condiciones.

Rocío tenía quince años. Su padre murió en un accidente hace dos años. Aunque sus padres estaban separados, su madre Leonor no superó el dolor: primero lágrimas, luego alcohol, después… silencio. Paró su corazón.

No fue al orfanato. Su tía Amparo, hermana del padre, mujer estricta y de pocas palabras con un moño plateado, la acogió bajo tutela. Pero a los seis meses se deshizo de ella como de una carga pesada: «Rocío es rebelde, no obedece, no quiere estar aquí, y mi marido se opone. En casa de Encarna hay espacio».

Así llegó Rocío a casa de su madrastra. Encarnación fue la segunda esposa de su padre. La razón por la que Leonor lloró tanto años atrás. Antes la odiaba desde lejos. Ahora compartían techo.

— ¿Vas a comer? — refunfuñó Encarnación golpeando la cazuela con una cuchara.
— No — respondió seca la chica.
— Pues mejor. Y no busques patatas fritas. No he comprado.

La casa era vieja, pero amplia y acogedora. Su padre hizo reformas: cocina con muebles color café, salón con papel pintado beige, hasta caldera nueva. Pero a Rocío siempre le pareció fría.

— Hablemos claro — dijo un día Encarnación, harta. — Sabes que no te quiero. Ni tú a mí. Es mutuo. Pero le di palabra a tu padre: no te echaré. Estudiarás, yo cocinaré, viviremos en limpieza. Pero no des órdenes ni hagas de Lázaro de Tormes. Yo también pasé penurias.
Rocío apretó los puños y calló.
— Mi madre murió cuando tenía siete años, mi padre bebía. Yo trabajé en tres empleos desde los quince. Y tu padre, por cierto, me persiguió él mismo. Así que no me guardes rencor por eso.

Quedaron en eso.
Las conversaciones se acortaron, las miradas se agriaron. No peleaban abiertamente, pero la tensión flotaba en el aire.

Un día, Rocío volvió del instituto y vio una nota sobre la mesa:
> «Fui a ver a mi hermana a Salamanca. Vuelvo en una semana. Dinero en la mesa. Compra patatas y cocina. No olvides el horario del gato. E.»

Ni un «cuídate», ni «te echo de menos». Solo gato, patatas y horario. Rocío sintió un pellizco en el pecho.
De repente todo parecía vacío. La tele apagada, el hervidor frío, hasta el polvo flotaba quieto en el aire. Por primera vez, sintió miedo.
— ¿Y si no vuelve? ¿Qué haré? — susurró al silencio.

Entró en la habitación de Encarnación. Buscó en el armario, los cajones… y halló fotos. Una niña con trenzas. Una joven con bata blanca. Otra con su padre… y con ella, Rocío, de tres años en brazos. La sonrisa de Encarnación era auténtica entonces.
Rocío se sentó en la cama y lloró sin saber por qué. Dolor, rabia y miedo se mezclaron en su garganta.


Los días sin Encarnación pasaron lentos, pero con una libertad extraña.
Rocío ponía música, comía de la cazuela, holgazaneaba con el gato en el sofá. Pero hasta en esa indolencia surgió una inquietud: como si algo, o alguien, faltase.

Al cuarto día, sintió tedio. Al quinto, inquietud.
Al sexto, Encarnación regresó.
Rocío hacía deberes en la cocina cuando sonó la puerta.

— Tu gato se volvió loco — gritó Encarnación desde la entrada. — Maúlla como un tenor. ¿Le diste de comer?
— Sí, según el horario — masculló Rocío levantándose.

Pero al mirar a su madrastra, se quedó quieta. Parecía agotada. Bolsas pesadas, rostro pálido, y en sus manos… un sobre.
— Mira lo que te traje — dijo con inusual suavidad, tendiéndoselo. — Algo sobre tu madre.

Rocío se sobresaltó:
— ¿Sobre mamá?
— Tu madre tuvo una hermana. Se casó con un letón y se fue. Te buscó, pero… En Salamanca nos vimos. Te dejó una
Un feliz sueño que burbujeaba en la olla de la vida, donde los corazones rotos sanaban con paciencia y buñuelos calientes, mientras las estrellas en la ventana susurraban cu
El té se enfriaba en la taza mientras Lucía, con los ojos brillantes de lágrimas no derramadas y una sonrisa tímida asomando entre sus arrugas, apretó suavemente la mano de Alba sobre la mesa manchada de harina, entendiendo que este pequeño universo de píldoras para la dentición, el timbre constante del temporizador del horno y el eco de “mamá” en el pasillo ya no era simplemente la casa que heredó de Tomás, sino el nido inquebrantable que ambas habían tejido con hilos de rabia, resignación y, finalmente, una lealtad tan profunda como aquelarre antiguo, un hogar que, contra todo pronóstico y abriéndose paso entre espinas de rencor, había florecido en el jardín más inesperado, convirtiéndose en aquel lugar donde el corazón de Alba, por fin, había echado raíces.

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MagistrUm
La madrastra.