La Luz del Destino

**ELENITA**

La vieja Eulalia enjugaba las lágrimas que resbalaban por sus mejillas pálidas, devoradas por las arrugas. De vez en cuando agitaba las manos y balbuceaba palabras incomprensibles, semejante a un niño que apenas empieza a hablar. Los hombres del pueblo se rascaban la nuca, confundidos, mientras las mujeres que la rodeaban intentaban descifrar el desvarío de la anciana.

Desde el amanecer, desesperada por el dolor, Eulalia había corrido por el pueblo, golpeando ventanas y llorando. Toda su vida había sido muda, y su mente parecía no pertenecer a este mundo. Por eso, los vecinos aunque no la maltrataban, la evitaban. Sin entender qué sucedía, mandaron a buscar a Julián, un borrachín y charlatán, el único que frecuentaba su casa y la ayudaba con los quehaceres a cambio de una cena y una botella de aguardiente.

Al fin llegó, despeinado, aún medio ebrio de la noche anterior. Se abrió paso entre la gente que rodeaba a Eulalia. La anciana se arrojó contra él, gimiendo y ahogándose en llanto, agitando las manos frenéticamente. Solo él podía comprenderla. Cuando terminó, Julián palideció. Se quitó la gorra y clavó la mirada en los expectantes vecinos.

—¡Vamos, cuéntanos! —gritó alguien desde la multitud.

—¡Elenita ha desaparecido! —anunció, refiriéndose a la nieta de siete años de Eulalia.

—¿Cómo? ¿Cuándo? —exclamaron las mujeres, horrorizadas.

—Dice que su madre se la llevó anoche —murmuró Julián, asustado.

Un murmullo recorrió la gente. Las mujeres se persignaron, los hombres encendieron cigarros con nerviosismo.

—¿Acaso puede una difunta robar a su hija? —preguntó incrédulo uno de los aldeanos.

Todos sabían que tres meses atrás, la madre de la niña, Blanca, se había ahogado en la ciénaga. Como su abuela, había nacido muda. Fue con otras mujeres a recolectar bayas y allí ocurrió la desgracia. Nadie supo cómo. Se quedó atrás, se perdió. El barro la tragó, y sin voz para pedir ayuda, solo pudo gemir. ¿Quién la habría escuchado? Así, Elenita quedó huérfana, una carga pesada para la vieja Eulalia. De haber tenido padre, habría otro responsable, pero Blanca llevó el secreto de la niña a la tumba. Jamás reveló su nombre.

Los rumores corrían: ¿Sería Julián el padre? Joven, soltero, frecuentaba la casa. Pero él siempre lo negó.

Eulalia volvió a gemir, agitando las manos.

—¿Qué dice ahora? —susurraron las mujeres curiosas.

—Cuenta que todas las noches venía la difunta a la casa. Eulalia encendía velas, grababa cruces en puertas y ventanas para protegerse de lo maligno. Pero Blanca no descansaba. Golpeaba los umbrales, miraba por las ventanas, llamando en voz baja a su hija. Y anoche estuvo allí, pálida bajo la luna, con ojos sin vida y labios que susurraban, atrayendo a Elenita.

La abuela se enfurecía, apartando a la niña curiosa de la ventana. Pero en un descuido, la pequeña apartó la cortina. Y, fuera ilusión o sueño, Eulalia no supo cómo se durmió y la perdió de vista. ¡La difunta se la llevó, engañando a la inocente criatura!

Julián se secó el sudor de la frente y añadió: —¡Hay que buscarla!

Los hombres apretaron los puños y se dispersaron. Unos por escopetas, otros por perros. Hasta Julián, despejando la resaca, se apresuró a unirse.

Pronto se dividieron en grupos. Revisaron patios, luego el cementerio. Nada. Solo quedaba el bosque y, después, la maldita ciénaga donde yacía Blanca. Tras un cigarro, partieron.

En los límites del bosque hallaron huellas de pies descalzos. Los perros ladraron y se adentraron en la espesura. Durante horas zigzaguearon, agotando a sus dueños, como si alguien los engañara a propósito.

Al caer el crepúsculo, los perros, jadeantes, se desplomaron. Los hombres también. Los más jóvenes siguieron buscando en el pantano, pero la esperanza se esfumaba.

Julián avanzó con cuidado, temiendo hundirse. Tan concentrado estaba que no notó cuándo se separó del grupo. Pero conocía el lugar, así que siguió.

—¿Dónde estás, Elenita? —gruñó, escudriñando las aguas sombrías.

A unos metros, un cuervo enorme, posado en un pino, graznó con voz áspera. “¡Crrá! ¡Crrá!”

El corazón de Julián latió con fuerza. Algo en el ave lo atrajo. Avanzó hacia el árbol.

Entre el musgo, junto a las raíces, estaba la niña, acurrucada.

—Elenita —susurró él, temiendo asustarla.

Ella abrió los ojos y lo miró.

—¡Estás viva! —exclamó, aliviado. Se quitó la camisa y la envolvió.

—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó, sin esperar respuesta, pues igual que su madre y abuela, era muda.

—Vine con mamá —dijo de pronto.

Julián se estremeció.

—¡Milagro! —La levantó y salió del pantano. —Dime algo más.

—Mamá es esposa del espíritu de la ciénaga. Quería llevarme a su hogar, pero él no la dejó.

—¿Quién? —preguntó Julián, confundido.

—El abuelo. Muy viejo, pero fuerte y sabio. Vosotros lo llamáis el Duende del Bosque. Reprendió a mamá: «No es justo robar a tu propia hija». Dijo que yo aún debo vivir, servir a la gente, al bosque… y a él. Luego sopló, y un aire ardiente tocó mis labios. Y las palabras brotaron. ¡Ahora lo sé todo!

—¿Qué sabes? —tragó saliva.

—Que los árboles hablan y las hierbas susurran. Y que tú… eres mi papá.

Julián se paralizó. La bajó con cuidado y, arrodillándose, le dijo:

—¿El duende te dijo eso?

—Sí —asintió ella, abrazándolo.

Él la estrechó, dudoso.

«¿De veras será mía?»

Con Blanca solo hubo una vez. Después, ella lo evitó. Luego se fue con una tía y volvió con la niña…

«No era solo palabrería. ¡Se parece a mí!»

Elenita retrocedió y abrió la mano. Una baya roja brillaba en su palma.

—¡Cómetela! —ordenó—. El duende lo dijo.

Julián obedeció.

—Agria —frunció el ceño.

—Ya no beberás —afirmó ella, llevándolo a casa.

Él sonrió. ¿Dejar el aguardiente? No la creyó. Pero se equivocó.

Dejó la bebida, enderezó su vida. Reconoció a su hija, la crió y la educó.

Y ella cumplió su destino. Se hizo curandera. Ayudó a gente y animales, sanó males, nunca negó auxilio.

Siempre que Elenita vagaba por el bosque o la ciénaga, recolectando hierbas, volvía sana y salva.

Como si alguien la protegiera…

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