Para un hombre, la baja estatura puede sentirse como una maldición divina. Andrés López creció acomplejado por ser el más bajo de todos. Si en primaria aún albergaba esperanzas de alcanzar a sus amigos, al llegar al instituto las perdió.
Era bondadoso, bromista y siempre dispuesto a ayudar, por lo que todo el pueblo de Valdeazahar le quería. Tras el colegio, estudió para conductor y trabajó en una cooperativa agrícola. Mientras sus compañeros formaban familias, él seguía soltero, incapaz de encontrar una compañera que congeniara en estatura y carácter.
Una tarde de verano, de regreso a casa tras un encargo en Córdoba, vio en la parada de las afueras a una chica menuda con un sombrero de paja y un enorme bolso. *«Así quiero a mi mujer», pensó Andrés, sonriendo. «Pequeña, delicada y, seguro, hermosa».*
Frenó bruscamente cuando un remolino arrancó el sombrero de la joven, lanzándolo al otro lado de la carretera. Ella corrió tras él sin mirar. Andrés salió del camión, temblando: bajo las ruedas, la muchacha lloraba sentada.
—¿Te has hecho daño? —preguntó angustiado—. ¿Por qué te lanzaste así?
Ella negó, alzando unos ojos húmedos:
—No es el dolor… Era el sombrero. Me lo dio mi madre antes de fallecer. Es lo poco que me queda de ella.
Andrés apenas escuchaba. ¡Era ella! La que había imaginado mil veces, la de sus sueños y sus anhelos de un hogar lleno de risas infantiles.
—Espera —balbuceó, recuperando el sombrero y sacudiendo el polvo—. Soy Andrés. ¿Hacia dónde vas? Te llevo.
Inés, así se llamaba, subió al camión. Contó que viajaba a Valdeflores, donde su tía Carmen la acogería. Tras estudiar cocina en un colegio profesional, su padre había formado nueva familia, ocupando hasta su habitación.
El pueblo de Inés quedaba cerca del suyo. Mientras conducía, Andrés sintió que el destino le tendía un lazo. De pronto, detuvo el vehículo y la miró fijamente:
—Inés, ¿y si tu sombrero voló por algo? Desde que te vi, supe que eras mi sueño. Cásate conmigo. Te amaré siempre, lo juro.
Ella observó el sombrero, luego sus ojos sinceros… y asintió.
Dos meses después se casaron. Vecinos y amigos celebraron la unión, deslumbrados por la felicidad radiante de la pareja. Al año nació su primer hijo, Javier. Con cada embarazo, Inés crecía. Tras tres partos, superaba en una cabeza a Andrés y ganaba curvas.
—El amor y la maternidad la han transformado —comentaba la tía Carmen.
Los amigos bromeaban, pero Inés entristecía:
—¿Me dejarás ahora, Andrés? ¿Para qué quieres a una giganta?
Él acarició su mejilla:
—Te amaré en cualquier forma. Solo no me abandones tú a mí.
Nunca más hablaron del tema. Cinco hijos después, Inés dejó de crecer. El pueblo admiraba su complicidad: él, abrazando su cintura; ella, posando la mano sobre la suya.
Una tarde, al reparar un tejado viejo, Andrés cayó entre vigas. Inés, con fuerza insospechada, lo rescató y lo llevó en brazos al centro de salud, salvándole la vida.
Años después, entre nietos y bisnietos, seguían siendo la envidia del pueblo: el abuelo Andrés, pequeño y cojo, y la robusta abuela Inés, cuya estatura había sido bendición. Juntos, como siempre, caminaban entrelazados, custodios de un amor que el tiempo no melló.