La lucha de la suegra por su hijo… y hasta contra su propio nieto.

¿Recuerdas cuando te conté lo de mi suegra? Pues aquí va el chisme completo, pero adaptado a nuestra tierra…

La madre de mi marido se llama Rosario del Carmen. Desde el primer momento supe que era una mujer de armas tomar, y yo no me equivocaba. Desde que nos conocimos, no me vio como una nuera sino como una intrusa, una rival que le había robado a su querido hijito, Javier. Pensé que con el tiempo se le pasaría, que solo era celos de madre soltera y cansada que veía cómo su lugar en el corazón de su hijo ahora era mío. Pero nunca imaginé que llegaría a pelear por su atención no solo contra mí… sino contra su propio nieto.

Cuando nuestras familias se conocieron, mi madre me susurró con preocupación:
—Váyanse a vivir lejos, hija. Mientras ella esté cerca, no tendrán paz.

Por desgracia, tenía razón.

Vivíamos en un piso que Javier heredó de su abuela, y quedaba a solo diez minutos caminando de casa de mi suegra. Así que prácticamente vivía con nosotros. Podía aparecer a las siete de la mañana en sábado con la excusa de: «Hice empanadas, hay que darle de comer al niño». O llamar casi a medianoche: «Me dio un vuelco el corazón, vente a ver qué me pasa». O encontrármela sentada en el banco del portal, esperando para subir con nosotros.

Aguanté mucho. Sonreía, mordía mi lengua, hacía como si nada. Hasta que un día le dije a Javier:
—Cariño, esto no puede seguir. No tenemos intimidad, ni tranquilidad. Habla con ella.

Y lo hizo. Me enteré al día siguiente, cuando sonó el teléfono y escuché llantos y la frase que nunca olvidaré:
—¡Descarada! ¿Quieres quitarme a mi hijo?

Desde entonces, Rosario del Carmen cambió de táctica. Ya no venía sin permiso, pero llamaba a Javier constantemente: que si la tensión, que si el corazón, que si estaba sola… O le hacía su tortilla favorita, ¿cómo decirle que no? Él iba con cara de culpable y volvía una hora después, o más tarde.

Mi madre decía que solo había dos opciones: divorcio o resignación. Yo elegí aguantar. Me volví invisible. Hasta que me quedé embarazada.

Entonces, Javier despertó. Cariñoso, atento, el marido perfecto. Pero cuanto más feliz era yo, más oscura se volvía mi suegra. Y empecé a notar algo peor: ya no solo me tenía celos a mí… sino también al bebé.

El día que salí del hospital, Javier casi llega tarde. Su madre lo llamó al amanecer, histérica: «Me va a dar algo, ay hijo, creo que me muero». En vez de llamar al médico, llamó a él. Salió volando, le pidió una ambulancia… y los médicos solo encogieron hombros: «Un poco de presión alta, pero nada grave». Llegó al hospital agitado y avergonzado. Ahí lo supe todo.

Cuando llevamos al niño a casa, Rosario vino a «ver al nieto», pero su atención no estaba en él. Paseaba por el piso, lamentándose de su soledad, repitiendo lo mucho que sufría y exigiendo que Javier «fuera más a verla, en vez de encerrarse». Hasta su propia hermana le soltó:
—Rosario, ¿estás tonta? ¿No ves que hay un bebé? Esto es una alegría, y tú aquí haciendo el ridículo.

Fue solo el principio. Cada cumpleaños, viaje o celebración, Rosario montaba un drama nuevo. Llamadas con lágrimas falsas, manipulación, chantajes emocionales.

Cuando me despidieron del trabajo, me quedé en casa con el niño. Javier trabajaba el doble, salía temprano, llegaba tarde. Sus únicos momentos con su hijo eran los fines de semana. Pero ni esos dos días nos los dejaba. Siempre había algo: «Arréglame el grifo», «Ayúdame a mover el armario», «Ven a hacerme compañía».

Un día perdí la paciencia. La llamé y le dije firme:
—Rosario, Javier solo tiene dos días para estar con su hijo. Irá a verte, pero después. Déjalo ser padre.

¿Sabes lo que me contestó?

—Toda la vida tendrá para ser padre. Pero madre solo tiene una. Y quién sabe si este niño será el único…

Ahí lo entendí todo. Para ella, nadie importaba: ni el nieto, ni yo, ni siquiera los sentimientos de su hijo. Solo ella.

El colmo fue el cumpleaños del niño. Rosario llamó a Javier para que «arreglara una fuga». Ese mismo día. Cuando se negó, montó un escándalo, con gritos, amenazas y un «ataque» de lo más teatral.

Fue la gota que colmó el vaso. Por primera vez, Javier se plantó:
—Mamá, tengo familia. Y no te dejaré destruirla. Te quiero, pero no voy a correr cada vez que chillas.

Me echó la culpa, claro. Como siempre, ella nunca tenía la culpa. Pero yo no dije nada. Ella misma lo había destruido todo. Con sus manos, su egoísmo, su hambre de atención.

A veces pienso… si solo hubiera estado ahí, con cariño, como una abuela de verdad… quizá hoy seríamos una gran familia. Pero ahora solo queda tierra quemada entre nosotros.

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La lucha de la suegra por su hijo… y hasta contra su propio nieto.