**Lógica Femenina**
Anoche, Marcos llegó del trabajo agotado. Había tenido reuniones interminables, problemas que resolver. Lo único que lo animaba era saber que hoy era viernes y mañana, por fin, descanso.
—Al menos podré dormir. Esta semana ha sido agotadora —murmuró, dejándose caer en la cama. Su mujer, sin embargo, lo miró con esa sonrisa astuta que tanto lo ponía en alerta.
—Lucía, déjame dormir mañana, que ya te conozco…
Marcos y Lucía llevan once años casados. Su hijo, Álvaro, tiene nueve. Los dos trabajan: ella dirige una empresa pequeña pero sólida; él ocupa un puesto bien remunerado.
Los sábados en su casa siempre empiezan igual: con la limpieza. Da igual que sea festivo o que llueva. Si el sábado toca trabajar, se pasa al domingo. Lucía es maniática del orden. Por un lado, a Marcos le gusta, pero por otro, agota. No descansa ni deja descansar hasta que todo brilla.
Cada vez que hablan del tema, él se defiende:
—No soy un desastre. Los calcetines los guardo, los platos los meto en el lavavajillas, la ropa sucia va al cesto… Vivo con orden.
Pero Lucía no está de acuerdo.
Este sábado, ella se despertó más tarde de lo habitual. Sin prisa, repasó mentalmente las tareas del día.
—Bueno, que duerma una hora más, pero no más. Si no lo despierto, se queda en la cama hasta mediodía.
Marcos, medio dormido, oyó su voz:
—Venga, levántate. Desayunamos y luego, a limpiar. La casa es un desastre.
—Lucííía, déjame dormir… —protestó él, sabiendo que no había remedio.
Como cada sábado.
—Marcos, hasta a ti te gusta más dormir en una habitación limpia —replicó ella, seria, antes de ir a la habitación de Álvaro.
—Álvaro, esto también va contigo. Desayuna y luego, a ordenar. Recoge tus soldados y aviones, o lo hago yo.
Era la peor amenaza. Inmediatamente, el niño protestó:
—¡Mamá, no los toques! ¡Era mi base militar!
—¿Y por qué hay una manta en el suelo?
—¡No es una manta, es un hangar para los aviones!
—Pues recógelo todo —dijo Lucía, impaciente.
Así que, como cada sábado, padre e hijo acabaron limpiando. Protestaban, pero obedecían.
—Mamá, ¿y si jugamos primero y luego ordenamos? —propuso Álvaro, conciliador.
—Nada de “luego”. Desayunáis, limpiáis, y después veremos.
Lucía se fue a la cocina, pero pronto se oyó su voz:
—¡Basta de maullidos! Te acabo de dar de comer.
Peluso, el gato de la familia —un minino gris con ojos azules y patas blancas— se frotaba contra sus piernas, pidiendo algo más sabroso.
La casa, de dos plantas, no era enorme, pero sí acogedora. Durante la semana, el polvo y el desorden se acumulaban. Entre el trabajo y el cansancio, nadie limpiaba.
Marcos, resignado, se levantó. Tenía hambre, y Lucía no iba a dejarlo dormir. En la cocina, Álvaro y ella ya desayunaban.
—¡Hala, cariño, hasta tortitas has hecho! —dijo él, besándole en la frente.
—Pues claro, yo no me quedo en la cama como algunos.
—Papá, date prisa, que están calentitas —dijo Álvaro, sonriendo.
No era tan temprano. Eran las nueve.
—Bueno, mis chicos, desayunamos, limpiamos y luego… ¿qué? —preguntó Lucía, mirándolos con complicidad.
Marcos suspiró.
—Luego, al supermercado.
—Exacto. Muy bien.
Era su ritual: limpieza primero, compras después. Iban los tres. A Marcos no le molestaba, pero le parecía una pérdida de tiempo.
Hoy, sin embargo, Álvaro colaboró sin protestar. Recogió sus cosas, incluso los juguetes (a su manera, para tenerlos a mano). Cuando terminaron, Lucía sonrió, satisfecha.
—Me encanta el orden —dijo, relajada.
—A mí también —admitió Marcos, guardando la aspiradora.
—Ahora, a descansar y luego al súper. Ya tengo la lista. ¿Listo, Marcos?
Él asintió. Se sentó junto a ella y, de pronto, tuvo una idea.
—¿Y si contratamos a una limpiadora? Ahora se llaman “técnicas de limpieza”. Podríamos buscar opciones…
Después del súper, revisó internet y llamó a varias empresas. Sabía que Lucía se resistiría.
—Luci —dijo, cauteloso—, escucha antes de enfadarte. ¿Qué te parece contratar a alguien para limpiar los sábados?
Sus ojos se oscurecieron.
—¿Para qué? ¿Para que una extraña ande por mi casa?
—Piénsalo. Gastamos dos horas cada semana. Al año, son más de cien. ¿No prefieres dedicar ese tiempo a nosotros?
Álvaro, que odiaba limpiar, escuchaba con interés.
—¿Cien horas, papá? —preguntó, asombrado.
—Incluso más.
Lucía reflexionó. Como directora, sabía valorar el tiempo. En su oficina también contrataban limpieza.
—Quizá tengas razón. ¿Cuánto costaría?
Marcos dijo la cifra.
—Podríamos dedicar ese tiempo a nosotros, a Álvaro, incluso a Peluso —añadió, mirando al gato, que parecía entender.
Los tres lo observaban, expectantes.
—Bueno… mi casa es mi castillo, pero… podríamos probarlo. Si no nos gusta, lo dejamos.
Álvaro sonrió. Peluso movió la cola. Marcos, orgulloso, la besó en la mejilla.
—¿Mamá, sí? —preguntó Álvaro, abrazándola.
—Vale, pero solo como prueba.
La semana siguiente fue igual de ajetreada. Llegaban tarde, sin tiempo para limpiar.
Llegó el sábado. Lucía entró en la habitación.
—Marcos, levántate.
—Lucía, hoy no limpiamos. Lo decidimos.
La casa estaba hecha un desastre: ropa sin planchar, polvo, cosas fuera de sitio. Lucía lo miró y soltó:
—¡Marcos, viene alguien a limpiar y la casa está así!
Se miraron, tensos, y estallaron en carcajadas. Álvaro apareció, confundido.
—Lucía, eres increíble —dijo Marcos, riendo—. Tendrás que acostumbrarte.