– “La llevaré a mi clase, si no les importa” – dijo la profesora al escuchar la conversación entre mi madre, la directora y otra maestra.

Me llevaré a tu niña a mi clase, si no te importadijo la maestra, que había escuchado sin querer la conversación entre mi madre, la directora y otra profesora.

La otra maestra, en cuya clase mi madre intentaba colocarme, se negaba rotundamente a aceptarme.

Pero si será una alumna mediocre, no sabe leer, ni siquiera puede juntar las letras para formar sílabasargumentaba ella. ¿Dónde se ha visto que en el grupo “A” haya estudiantes así?

Tenía razón. No sabía leer ni escribir, y mi madre no podía enseñarme, pues yo me negaba a pasar los días de verano encerrada con un cartilla. Necesitaba salir a jugar, como siempre decía mi madre: “Estás en la calle de la mañana a la noche”. Y es que solo quería explorar cada rincón de nuestro vecindario, luego otros barrios, y trepar a todos los árboles. Con tantas ganas de aventura, ni el día entero bastaba.

Pero doña Carmen debió ver algo especial en mí aquel día. Así terminé en el grupo “B”. Mi conducta era terrible, pero aprendía con facilidad. Ella sabía cómo llegar al corazón de cada niño.

¡Cómo la queríamos! En nuestra clase, hasta quinto, no hubo ni un solo alumno mediocre, solo sobresalientes. Con doña Carmen, no había otra forma de aprender.

Ella ya estaba jubilada cuando nuestro curso terminó la primaria. No tuvo hijos propios, ni se casó. Dedicó su vida entera a enseñar.

Los fines de semana, nos reuníamos en su casa, y para nosotros era una fiesta. Su hogar siempre olía a flores frescas y había montones de caramelos, algo escaso en aquella época. A menudo encontrábamos allí a antiguos alumnos, que se quedaban a contarnos historias de sus viajes en grupo. Soñábamos con volver años después, trayendo dulces y relatos para los nuevos niños.

Vivía sola en un piso de tres habitaciones, heredado de sus padres. Amueblado con sencillez, pero con buen gusto. Podíamos curiosear entre los objetos de las estanterías, regalos de generaciones de estudiantes. Una habitación estaba repleta de libros, un mar de páginas, y junto a ellos, su sillón preferido.

Ahí se sentaba, mientras nosotros, como polluelos, nos acomodábamos en la alfombra. Sacaba un libro interesante y leía en voz alta. Después, discutíamos animadamente. También hablábamos de arte, escuchaba discos de música clásica y nos sumergía en ese mundo.

Al inicio de cada estación, salíamos con caballetes al parque cercano a su casa. Allí, en silencio, plasmábamos en papel cómo vivíamos el cambio. Solo en invierno pintábamos desde su ventana. Doña Carmen también creaba maravillas, que luego regalaba a alguno de nosotros. Jugábamos a las damas, y el ganador recibía un premio.

Tras terminar el colegio, seguíamos visitándola. Después de nosotros, tuvo otro grupo, y luego dejó la escuela. Pero no para descansar, sino para enseñar desde casa.

Doña Carmen partió a los ochenta años. Sentada en su sillón, con un libro entre las manos, cerró los ojos como si se durmiera. A su lado estaba Elena, una de sus primeras alumnas, ya médico, que siempre pasaba a verla después del trabajo.

Nunca vi tanta gente llorando en un funeral, tantas flores, tantas palabras de agradecimiento.

Así era doña Carmen. Su familia no era de unos pocos, sino de decenas de personas que la amaban. Recordaba a cada alumno, tenía la palabra justa para cada uno, sin necesidad de imponer autoridad. Bastaba su ejemplo para marcar el camino.

Como dijo uno de sus estudiantes: “Doña Carmen no fue solo una maestra. Fue la primera guía en nuestro camino hacia el amor y el deseo de conocer este mundo. Nos mostró cuán hermoso, bondadoso y asombroso puede ser”.

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– “La llevaré a mi clase, si no les importa” – dijo la profesora al escuchar la conversación entre mi madre, la directora y otra maestra.