La llegada inesperada: la madre que necesitaba apoyo

Hace seis meses, mi suegra se mudó con nosotros. Tiene su propia casa en Córdoba y podría valerse por sí misma, pero convenció a mi marido de que necesitaba ayuda. Decía que tenía miedo, que se sentía sola, así que, sin pensarlo dos veces, la trajeron a nuestro piso en Madrid.

Doña Carmen Valdés es una mujer de carácter difícil. Siempre quiere ser el centro de atención, cueste lo que cueste. Mientras su marido vivía, no se metía conmigo. Me alegraba, porque en todos estos años de matrimonio, nunca logré conectar con ella.

—Ay, hija, hay que arreglarse antes de que llegue tu marido. Yo, a mi edad, jamás me permitiría ir así. Y la carne hay que cocinarla de otra manera, deberías apuntarte a algún curso, ya que tu madre no te enseñó.

Frases como esas siempre me las soltaba. Según ella, todo lo hace perfecto, mientras que yo tengo las manos torcidas. Antes solo nos veíamos en Navidad o bodas, y aguantaba en silencio, pero soportar sus desplantes a diario se ha vuelto insoportable.

Mi suegro falleció el año pasado. Lo esperábamos, pues llevaba años luchando contra el cáncer. Tras su muerte, daba pena ver a Doña Carmen. No comía, no bebía, como un fantasma vagando por la casa. El primer mes, ni siquiera la dejábamos sola.

Pero, con el tiempo, volvió en sí y retomó su vida. Ahí empezó otra vez con sus críticas y malos modos. Para mí, fue señal de que se había recuperado. Pero me alegré demasiado pronto, porque pronto empezó a meterle ideas a mi marido, diciéndole que no podía vivir sola.

—Me siento sola y abandonada. Tengo miedo en esa casa, y me dan palpitaciones. ¿Por qué no vivimos juntos? —se lamentaba, con lágrimas en los ojos.

A mi marido, Javier, no le hacía gracia la idea, pero al final cedió. Las constantes llamadas y dramáticos relatos de su soledad lo vencieron. Yo me mantuve firme: no quería vivir con mi suegra bajo ningún concepto. Incluso propuso que nos mudáramos a su casa, porque era más grande. Puede ser, pero allí yo jamás sería la dueña. Además, nuestro piso está en el centro, cerca del trabajo y del parque donde paseamos.

Sabía que no debía caer en sus trampas, porque en su territorio me devoraría viva. Javier intentó entenderme, pero al final, la madre es la madre. Me prometió que haría lo posible para que su estancia fuera temporal, que la mantendría a raya y no permitiría que me faltara al respeto.

Llevamos seis meses viviendo juntos. Nuestra relación se ha deteriorado tanto que hablamos de divorcio. Estoy irritable, agotada, corriendo de aquí para allá como su criada.

Prepárale el café, acompáñala al médico, ponle la telenovela… Y después escuchar sus quejas de que nadie la atiende. Si algo no le gusta, finge un ataque al corazón y exige que llamemos a urgencias.

Queríamos ir a la Costa del Sol, pero montó un drama llorando, diciendo que la abandonábamos. Que teníamos que llevarla. Pero yo no quiero unas vacaciones así. Javier se encoge de hombros, mientras yo siento que mi paciencia se agota. Si su madre es más importante, será mejor separarnos.

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