Desde pequeña, Anna escuchaba a las mujeres de su familia decir que el amor no estaba hecho para ellas. Su bisabuela quedó viuda tras la guerra, su abuela perdió a su marido en un accidente laboral, y su padre dejó a su madre cuando ella solo tenía tres años. Estas historias parecían grabadas en su mente, y a menudo se preguntaba: ¿acabará su matrimonio igual de triste? Aunque, más que nada, deseaba que no fuera así.
Conoció a su futuro marido en la fábrica donde trabajaban, en el mismo taller aunque en puestos distintos. Durante los descansos, compartían mesa, sonrisas y conversaciones. Todo empezó sin pretensiones, pero pronto se convirtió en un romance. Se casaron a los seis meses y se mudaron al piso que Anna heredó de su abuela. Primero llegó un hijo, luego otro. La vida transcurría en un ciclo monótono: trabajo, niños, rutina.
Cuando falleció su madre, el peso de todo cayó sobre Anna: la casa, los niños, incluso el cuidado de su marido. Al principio él ayudaba, pero pronto cambió. Empezó a llegar tarde, se volvió irritable y distante. Más tarde, Anna descubrió que tenía una aventura con una compañera de trabajo. El hogar se convirtió en una parada técnica: entraba, cambiaba de ropa y desaparecía.
Anna lo sabía, pero callaba. Temía quedarse sola con dos hijos y sin recursos. Intentó hablar con él varias veces, pero él la rechazaba con desdén:
—No sabes hacer más que servir. Eres patética— le espetó una vez.
Aun así, Anna esperaba: quizá recapacitaría, volvería, comprendería su error. Pero una noche, él simplemente hizo las maletas y se fue. Sin explicaciones. Sin remordimientos.
—No te vayas, te lo suplico. Los niños se quedarán sin padre— lloró ella en el pasillo.
—Ya no me interesas. No eres nadie para mí— respondió él con asco antes de cerrar la puerta de un portazo.
Los niños lo oyeron todo. Los dos pequeños, abrazados en el sofá, no entendían por qué su padre no volvería. Se preguntaban qué habían hecho mal.
Pasaron meses. Anna trabajó sin descanso. Limpiaba escaleras, hacía lo que podía para mantener a sus hijos. Ni siquiera pensaba en su vida sentimental; los niños lo eran todo para ella.
Hasta que un día, volviendo del mercado, se le cayó una bolsa. Alguien se agachó de inmediato para recogerlo.
—Permítame ayudarla— dijo un hombre amable.
—No es necesario, yo puedo…
—Igual insisto— respondió él, cargando las bolsas sin dudar.
Así conoció a Tomás: amable, atento, humilde. Empezó a aparecer más a menudo en el mismo supermercado donde la vio por primera vez. Una tarde, mientras ella limpiaba un pasillo, apareció de nuevo.
—¿Necesitas ayuda?— preguntó, y sin esperar respuesta, se puso manos a la obra.
Esa noche fue a visitarla: con flores, traje, y hasta un pastel. Los niños lo aceptaron al instante. Tomás era cálido, sincero, con un humor que los hacía reír. Jugaba con ellos, les contaba historias de su infancia, y ellos se encariñaron. Incluso cuando les confesó que, tras un accidente, tenía dificultades para hablar y moverse, los niños lo abrazaron con más fuerza.
—Eres como un papá de verdad— dijo una vez el pequeño—. Solo que mucho más bueno.
Un año después, Anna y Tomás se casaron. La vida mejoró. La risa volvió a la casa, el olor a pasteles se hizo habitual, y reinaba la calma. El mayor ya tenía novia, el pequeño jugaba al baloncesto. Todo marchaba bien… hasta que un día llamaron a la puerta.
Era su exmarido. Envejecido, demacrado.
—Lo he entendido todo. ¿Me perdonas?
—Llegas tarde— respondió Anna, fría.
—¿Papá?— balbuceó el pequeño, pero luego, con voz firme, añadió—: Vete.
—¿Así le hablas a tu padre?
—¡Él no es nuestro padre! Nuestro padre es Tomás— replicó el mayor, plantándose junto a su hermano.
—Destruiste nuestras vidas. ¿Y ahora quieres volver?— dijo Tomás, poniéndose al lado de los niños—. Lárgate. Aquí no tienes lugar.
El exmarido miró a Anna una última vez, pero ella ya le había dado la espalda.
Cuando la puerta se cerró, Anna se acercó a sus tres hombres: sus dos hijos y el hombre que se había convertido en su verdadero padre. Y su corazón se llenó de una felicidad tranquila, pero inmensa.
Había logrado lo que tantas generaciones de mujeres en su familia anhelaron: una familia unida, donde reinaban el amor, el respeto y el cariño.