Desde pequeña, Lucía escuchó siempre la misma frase de su abuela y su madre: “En nuestra familia, las mujeres tenemos mala suerte en el amor”. Su bisabuela enviudó a los veintidós, su abuela perdió a su esposo en una fábrica, y su madre se quedó sola con un bebé cuando Lucía apenas tenía tres años. Aunque no creía en maldiciones familiares, en el fondo siempre temió que su amor terminara en dolor. Aun así, soñaba con calor, un hogar, un esposo y niños.
Conoció a su futuro marido, Javier, en la fábrica de conservas donde trabajaba como empaquetadora. Él estaba en otro departamento, pero almorzaban en el mismo comedor. Todo fue rápido: unas citas, una propuesta, una boda. Javier se mudó a su piso de dos habitaciones, heredado de su abuela. Su madre ya había fallecido. Al principio, todo iba bien: nació su primer hijo, luego el segundo. Lucía hacía lo imposible: cocinaba, limpiaba, criaba. Javier trabajaba, traía dinero, pero cada vez llegaba más tarde y hablaba menos.
Cuando empezó a llegar agotado, con perfumes ajenos en la camisa, ella lo entendió. No preguntó—temía quedarse sola con dos niños. Pero un día no pudo más:
—Piensa en los niños. Por favor. Te lo suplico.
Él guardó silencio. Solo una mirada fría. Sin explicaciones. Sin gritos. A la mañana siguiente, le sirvió el desayuno, pero ni lo tocó.
—Lo único que sabes hacer es servir—escupió con desprecio.
Una semana después, se marchó. Simplemente empacó y cerró la puerta.
—¡No nos abandones! —gritó ella en el pasillo—. ¡Los niños necesitan a su padre!
—Eres una criada miserable—repitió él al irse. Sus hijos lo oyeron. Los dos niños, abrazados en el sofá, se preguntaban: ¿qué hicieron mal? ¿Por qué se iba su padre?
Lucía no se derrumbó. Vivió por ellos. Trabajó como limpiadora, fregó escaleras, cargó cubos de agua, les enseñó a leer y lavó a mano cuando la máquina se rompió. Los niños crecieron rápido, ayudando. Ella olvidó sus sueños, pero el destino sabe sorprender.
Un día, en el supermercado, se le cayó una bolsa de té. Un desconocido la recogió y sonrió:
—¿Quiere que le ayude con las bolsas?
—No es necesario—respondió ella, automática.
—Pues ya que estoy… —dijo, tomando sus compras.
Se llamaba Antonio. Empezó a ir al mismo supermercado cada día, luego a acompañarla, luego apareció en su portal para ayudar a limpiar. Los niños, al principio recelosos, descubrieron que era amable y paciente. La primera cena, llegó con un pastel y rosas blancas. Cuando el mayor bromeó: “¿Eres jugador de baloncesto?”, él rio:
—En el instituto jugaba. Hace mucho.
Más tarde confesó:
—Tuve un accidente. Hablo despacio, me muevo con dificultad. Mi esposa me dejó. Temo que tú también querrás que me vaya.
—Si los niños están bien contigo, quédate —dijo Lucía, sencilla.
Él le ofreció su mano. Y su corazón. Pidió hablar con los niños.
—Quizá pueda ser un verdadero padre para ellos.
Esa noche, Lucía les explicó todo. Sus hijos la abrazaron.
—Nuestro padre se fue y nos olvidó —dijo el pequeño—. Estaría bien tener uno de verdad. Uno que se quede.
Así, Antonio se convirtió en familia. Enseñó a los niños a jugar al fútbol, ayudó con los deberes, arregló estantes, bromeó, apoyó. La casa se llenó de vida. Los años pasaron. Los niños se hicieron hombres. Diego se enamoró y fue a pedir consejo a Antonio. Y entonces, sonó el timbre.
En la puerta estaba Javier.
—Fui un idiota. Vuélveme a aceptar. Lo arreglaremos…
—Lárgate —cortó Diego.
—¿Así le hablas a tu padre? —gritó Javier.
—No le hables así a mi hijo —dijo Antonio, firme.
—No te necesitamos —añadió el menor—. Ya tenemos a alguien a quien llamar papá.
Cerró la puerta. Para siempre.
Lucía miró a los tres hombres—sus protectores, su familia, construida con dolor y amor. Por fin era feliz.
**A veces, las segundas oportunidades no son para quienes las rompieron, sino para quienes saben repararlas.**