La llamó pobre sirvienta y se fue con otra. Pero al regresar, recibió una respuesta inesperada.

La llamó una miserable criada y se marchó con otra. Pero cuando regresó, recibió una respuesta inesperada.

Lucía había escuchado desde pequeña la misma frase de su abuela y su madre: *«En nuestra familia, las mujeres somos desgraciadas en el amor»*. Su bisabuela enviudó a los veintidós, su abuela perdió a su marido en una fábrica de aceitunas, y su madre se quedó sola con un bebé cuando Lucía apenas tenía tres años. Aunque no creía en maldiciones familiares, en el fondo siempre esperó que su amor también terminara en dolor. A pesar de todo, soñaba con calor, un hogar, un marido e hijos.

A su futuro esposo, Jorge, lo conoció en la fábrica de conservas donde trabajaba como envasadora. Él estaba en otro departamento, pero almorzaban en el mismo comedor. Un par de citas, una propuesta, una boda rápida. Jorge se mudó a su piso de dos habitaciones, heredado de su abuela. Su madre ya había fallecido. Todo fue tranquilo al principio: nació su primer hijo, luego el segundo. Lucía se desvivía entre cocinar, limpiar y criar. Su marido trabajaba, traía el sueldo, pero cada vez llegaba más tarde y hablaba menos.

Cuando Jorge empezó a llegar agotado, con aroma a perfume ajeno en la camisa, ella lo supo. No preguntó por miedo a quedarse sola con los niños. Hasta que un día no aguantó más:

— *Piensa en los niños. Por favor. Te lo ruego*.

Él solo la miró con frialdad. Sin explicaciones. Sin gritos. A la mañana siguiente, le sirvió el desayuno, pero ni lo tocó.

— *Lo único que sabes hacer es servir como una criada* — escupió con asco.

Y a la semana, se fue. Simplemente empacó sus cosas y cerró la puerta.

— *¡No nos dejes, por favor!* — lloró ella en el pasillo. *— ¡Los niños necesitan a su padre!*

— *Eres una miserable criada* — repitió, y se marchó. Sus hijos lo escucharon. Dos niños sentados en el sofá, abrazados, preguntándose: *¿Qué hicimos mal? ¿Por qué se va papá?*

Lucía no se dejó vencer. Vivió por ellos. Trabajó de limpiadora, fregó escaleras, cargó cubos de agua, les enseñó a leer y lavó a mano cuando la lavadora se estropeó. Los niños crecieron rápido, ayudando en todo. Ella olvidó sus sueños. Pero el destino siempre sabe sorprender.

Un día, en el supermercado, se le cayó una bolsa de arroz. Un desconocido la recogió y sonrió:

— *¿Te ayudo con las bolsas?*

— *No hace falta* — respondió ella, automática.

— *Pues ya que estoy…* — dijo, tomando las compras.

Se llamaba Alejandro. Empezó a ir al mismo supermercado cada día, luego la acompañaba a casa, y un día apareció en su portal para ayudarla a limpiar. Los niños, al principio recelosos, lo encontraron amable y paciente. La primera cena llegó con un *tiramisú* y rosas blancas. Cuando el mayor bromeó: *— ¿Jugabas al baloncesto?* Él rió:

— *En el instituto. Hace siglos.*

Más tarde, él confesó:

— *Tuve un accidente. Ahora hablo lento, me muevo peor. Mi esposa me dejó. Tal vez tú también quieras que me vaya.*

— *Si los niños están contentos contigo, quédate* — respondió Lucía, sencilla.

Él le ofreció su mano y su corazón. Y pidió hablar con los niños.

— *Quizá pueda ser para ellos un padre de verdad.*

Esa noche, Lucía lo explicó todo. Sus hijos la abrazaron.

— *Nuestro padre se fue y nos olvidó* — dijo el pequeño. *— Sería genial tener uno que se quede.*

Alejandro se convirtió en familia. Enseñó a los niños a jugar al fútbol, les ayudó con los deberes, arregló estantes, bromeó y los apoyó. La casa se llenó de vida. Pasaron años. Los niños crecieron. Adrián se enamoró y fue a pedirle consejo a Alejandro. Y entonces, sonó el timbre.

En la puerta estaba Jorge.

— *Fui un idiota. Vuélveme a aceptar. Lo arreglaremos…*

— *Lárgate* — cortó Adrián.

— *¿Así le hablas a tu padre?* — gritó Jorge.

— *No le hables así a mi hijo* — respondió Alejandro, firme.

— *No te necesitamos* — añadió el pequeño. *— Ya tengo a quien llamar papá.*

Cerraron la puerta. Para siempre.

Lucía miró a sus tres hombres —sus protectores, su familia, la que había luchado, sufrido y construido desde cero—. Por fin, era feliz.

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MagistrUm
La llamó pobre sirvienta y se fue con otra. Pero al regresar, recibió una respuesta inesperada.