La llamó “miserable sirvienta” y se fue con otra. Pero al regresar, se llevó una sorpresa inesperada.

Él la llamó sierva despreciable y se marchó con otra. Pero al regresar, se llevó una sorpresa inesperada.

Catalina había escuchado siempre las mismas palabras de su abuela y su madre: “En esta familia, las mujeres nunca tienen suerte en el amor.” La bisabuela enviudó a los veintidós, la abuela perdió a su marido en la fábrica, y su madre quedó sola con un bebé cuando Catalina apenas tenía tres años. No creía en maldiciones, pero en el fondo, temía que su amor también terminara en dolor. A pesar de todo, soñaba con un hogar, un esposo, hijos calor humano.

Su futuro marido, Raúl, lo conoció en la fábrica donde ella trabajaba como empaquetadora. Él estaba en otro departamento, pero almorzaban en el mismo comedor. Así fue como se enamoraron. Todo sucedió rápido: unos pocos encuentros, una proposición, boda. Raúl se mudó a su pequeño piso de dos habitaciones, heredado de la abuela. Su madre ya había fallecido. Al principio, fue tranquilo: nació el primer hijo, luego el segundo. Catalina daba lo mejor de sí: cocinaba, lavaba, cuidaba de los niños. Raúl trabajaba, traía el sueldo, pero cada vez volvía más tarde a casa, y las conversas escaseaban.

Cuando empezó a llegar exhausto, con olor a perfume ajeno en la camisa, ella lo supo. No preguntaba, por miedo a quedarse sola con dos niños. Pero un día, estalló:

“Piensa en los niños, por favor. Te lo ruego.”

Él guardó silencio. Solo una mirada fría. Sin explicaciones. Sin gritos. Al día siguiente, le sirvió el desayuno, y él ni lo tocó.

“No sirves más que para ser criada”, dijo, con desprecio.

Una semana después, se fue. Hizo las maletas y cerró la puerta.

“¡No nos abandones, por favor!”, gritó ella en el pasillo. “¡Los niños necesitan a su padre!”

“Eres una sierva despreciable”, repitió él al marcharse. Los niños lo escucharon. Sentados en el sofá, cogidos de la mano, sin entender: ¿qué habían hecho mal? ¿Por qué su padre los dejaba?

Catalina no se dejó vencer. Vivió por ellos. Trabajó como limpiadora, fregó escaleras, cargó cubos, les enseñó a leer y lavó ropa a mano cuando la máquina se estropeó. Los niños crecieron rápido, ayudando en lo que podían. Ella se olvidó de sí misma, de sus sueños. Pero el destino sabe sorprender.

Un día, en el mercado, se le cayó una caja de té. Un hombre la recogió y sonrió:

“¿Necesita ayuda con las bolsas?”

“No hace falta”, respondió ella, distraída.

“Aún así, le ayudo”, dijo él, tomando las compras.

Se llamaba Javier. Empezó a aparecer en la tienda cada día, luego a acompañarla, hasta que un día llegó a su edificio para ayudarle con la limpieza. Los niños desconfiaron, pero él era amable, paciente. En la primera cena, trajo un pastel y rosas blancas. Cuando el hijo mayor bromeó:

“¿Jugabas al baloncesto?”

Él rio.

“En el colegio, sí. Hace mucho de eso.”

Más tarde, le confesó:

“Tuve un accidente. Hablo despacio, me muevo con dificultad. Mi esposa me dejó. Si no te gusto, lo entiendo.”

“Si a los niños les caes bien, quédate”, respondió Catalina.

Él le pidió matrimonio. Y pidió hablar con los niños.

“Quiero ser un padre de verdad.”

Esa noche, ella les explicó todo. Ellos la abrazaron.

“Nuestro padre se fue y nos olvidó”, dijo el pequeño. “Estaría bien tener uno que se quedara.”

Y así, Javier se convirtió en familia. Enseñó a los niños a jugar al fútbol, les ayudó con los deberes, arregló estantes, reía con ellos. La casa se llenó de vida. Pasaron los años. Los niños se hicieron hombres. Daniel se enamoró y fue a pedirle consejo a Javier. Fue entonces cuando sonó el timbre.

En la puerta, estaba Raúl.

“Fui un idiota. Acéptame de vuelta. Empecemos de nuevo”

“Vete”, cortó Daniel.

“¿Así le hablas a tu padre?!”, gritó Raúl.

“No le hables así a mi hijo”, dijo Javier, firme.

“No te necesitamos”, añadió el pequeño. “Ya tenemos un padre.”

Cerraron la puerta. Para siempre.

Catalina se quedó allí, mirando a los tres hombressus protectores, su familia, que había construido con sangre, sudor y lágrimas. Y al fin era feliz.

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MagistrUm
La llamó “miserable sirvienta” y se fue con otra. Pero al regresar, se llevó una sorpresa inesperada.